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Channel: robert de niro – Jot Down Cultural Magazine
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Amores cinéfagos: Meryl y John, en el apogeo de una pasión

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John Cazale y Meryl Streep en El cazador (1978). Imagen: Universal Pictures.

Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida. (Los muertos, James Joyce).

Rodó solo cinco películas en su breve vida. Pero menudos peliculones: El padrino, La conversación, El padrino II, Tarde de perros y El cazador. Todas ellas nominadas a los Óscar. También apareció, mediante imágenes de archivo, en El padrino III, infravalorado cierre a la mejor trilogía de la historia del cine. Fue un actor secundario imbatible. Minucioso. Laborioso hasta la extenuación y la exasperación de guionistas y directores, que le apodaron, con sarcasmo lacerante, «el veinte preguntas». Siempre quería saber más sobre los personajes que construyó. Una galería de perdedores mezquinos, tambaleantes, pusilánimes y desgarrados. Escarbó más allá del aparente fondo de sus propias emociones con el fin de plasmar vívidos e intensos retratos de la miseria moral. Sus más aclamados amigos y compañeros de tablas y plató —pongamos por caso Robert de Niro y Al Pacino eran capaces de arrojar en sus interpretaciones odio, ira, crueldad gélida, venganza despiadada con soberbia convicción; sin embargo, bordaban el patetismo, la debilidad vulnerable, el resentimiento del cobarde. John Cazale supo transmitir como pocos la pasta de la que están hechos los humillados y vencidos. El ninguneado y desleal Fredo Corleone de El padrino, el atracador desquiciado y semianalfabeto Sal Naturile en Tarde de perros o el bufonesco Stanley de El cazador son caracteres tragicómicos que se apoderan del plano a través de extravagantes gestos, miradas apaleadas y un sutil dominio del tiempo y el espacio. Como afirma Pacino en el documental Descubriendo a John Cazale: «Te ayudaba a ser mejor».

La maestría de Cazale subía el nivel de los que le rodeaban. Los que bajaban la guardia en los diálogos o interpretaban con desidia mecánica sus papeles eran devorados en cada escena. Incluso un duro poco dado a los elogios como Gene Hackman reconoce que en La conversación tuvo que emplearse a fondo para mantenerse en el centro gravitatorio de la historia. Cazale era intenso. «Extremadamente intenso», puntualiza Hackman. Aportaba a personajes odiosos una humanidad palpable, triste y veraz. Una de las mayores muestras de esa humanidad la encontramos en Tarde de perros cuando el atracador que encarna Pacino le pregunta si hay un país al que quiera ir. Tras pensárselo un momento responde con total seriedad: «Wyoming».

La mejor actriz del mundo

He conocido a la mejor actriz del mundo. (John Cazale a Al Pacino).

Siempre estuvo a caballo entre los circuitos independientes de los teatros de Nueva York (el off-Broadway) y el nuevo Hollywood conquistado por los jóvenes airados. En 1976, Cazale está inmerso en los ensayos de la obra Medida por medida. «He conocido a la mejor actriz del mundo», le dice entusiasmado a su amigo Pacino. Una exageración de encoñado, piensa este. La actriz en cuestión es una joven rubia, pálida, sensible, de apariencia frágil y etérea. Se ha currado todo Shakespeare en los parques y en pequeños teatros. Tiene talento y apunta maneras. Meryl Streep se quedó colgada por aquel actor catorce años mayor que ella. Admiraba tanto su genio interpretativo como su personalidad excepcional: «Era distinto. No he conocido a nadie como él. Destacaba su singularidad, su humanidad, la curiosidad que le despertaba la gente. Era compasivo», contó años después. Tímido y extremadamente sensible, sensual, amante de la buena música y de los chistes malos, de almuerzos demorados y sobremesas eternas con copa y puro; adicto a un trabajo que convirtió en una manera de estar en el mundo, observarlo, aprehenderlo y recrearlo en sus recovecos más húmedos y sórdidos. Su risa, sin embargo, era pura electricidad vivificante. No era guapo pero tenía un no sé qué irresistible para las mujeres. Fascinación. Inteligencia. Brasas negras en la mirada.

Pronto la pareja se convirtió en inseparable. Una historia común entre aquella farándula neoyorquina llegada de todas partes con los mismos sueños por estrenar y las decepciones esperando pacientemente detrás de cada esquina. Un piso en la calle Franklin. Vino joven, queso tierno y besos como túneles. Hablar horas y horas sobre una profesión convertida en una obsesión agradable, desmenuzándola en detalles mínimos hasta hacerla comprensible. Entender aquella tristeza silenciosa, fría y lenta como la nieve de Chéjov, volver a los mitos clásicos en un eterno retorno que no cesa sobre las tablas, y remover entre los desvencijados cajones del fondo de uno mismo para crear piel y sentimientos ajenos.

Dos jóvenes, en fin, aullándole a una luna a punto de reventar.

La última película

Permaneció fiel a lo que quería hacer. (Gene Hackman).

Y entre tanta pasión, una mancha de sangre escupida en el asfalto. Pruebas y el diagnóstico fatal. Cazale tenía un cáncer de pulmón. Estaba preparando su nueva película con el extravagante Michael Cimino y un grupo de actores soberbios entre los que se encontraban la propia Meryl, Cristopher Walken y Robert de Niro. El film relata la historia de unos jóvenes polacos reclutados para el matadero de Vietnam. El cazador es uno de los mejores retratos cinematográficos de una inocencia desvanecida entre billares, latas vacías de cerveza y la festiva «Can’t Take My Eyes Off You» cantada a grito atiplado. Un monumento fúnebre pero incólume a la amistad, la responsabilidad y el sacrificio. La encarnación de la lealtad será para siempre una ruleta rusa en el círculo de la locura de Saigón.

No fue un rodaje fácil. De Niro tuvo que asegurar de su propio bolsillo a Cazale porque el estudio quería prescindir de un actor sentenciado por el cáncer. Pese a todo, consiguió otra de sus magistrales interpretaciones con el destartalado Stanley, un inútil que en cada plano aporta un pespunte único ya sea besándose en el reflejo de la ventanilla del coche, persignándose en la iglesia o escrutando la bragueta bien abrochada. Con esfuerzo y acomodando el calendario de rodaje, Cazale logró rodar todas sus escenas, aunque no pudo ver el resultado último. Murió el 12 de marzo de 1978. Meryl Streep estaba allí. Estuvo allí hasta el final.

Con los años Streep se ha convertido en la actriz más oscarizada y en la portavoz de las causas nobles de la gauche divine de Hollywood. Cazale, que nunca consiguió estatuilla, revive su arte en cada proyección de los Padrinos, Tarde de perros y El cazador. En 2009, el Festival de Sundance presentó Descubriendo a John Cazale, en el que viejos amigos y jóvenes actores recuerdan a quien para el gran público es poco más que el rostro de Fredo. Allí están Pacino, De Niro, la propia Streep con sus filmografías repletas de faenas de aliño y trabajos alimenticios tal y como la vida ordena hablando de John. De su pasión por interpretar. De su fidelidad inquebrantable al oficio. De sobremesas demoradas y risas de pájaro loco.

Hablando de todo aquello que solo la juventud puede permitirse.

Al Pacino y John Cazale en El padrino: Parte II (1974). Imagen: Paramount Pictures.

 


Tutto sul cinema

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Foto: Antonello Nusca.

En la calle Monserrato de Roma, con ese nombre ya se imaginarán que es de origen español, en el número 107, a cien metros de las tumbas de los dos papas valencianos, los Borgia, al lado de un zapatero —y esto tiene su importancia, como veremos—, hay un local de puertas azules con un cartel en el cristal de Taxi Driver. Encima de la puerta pone «Hollywood», y en pequeño: «Tutto sul cinema». Todo sobre el cine. No se trata de una exageración. Aunque pudiera parecerlo al abrir la puerta y ver sus reducidas dimensiones. Es una tienda diminuta cuyas paredes parecen hechas de DVD; apenas se ve un centímetro de muro. Luego tiene una puerta con una misteriosa parte trasera, a la que nunca entré, donde debe de haber aún más cosas, aunque sea mucho más pequeña, porque de ella siempre sale Marco con lo que buscabas. En mi imaginación hay un pasadizo secreto que lleva a subterráneos con miles de películas escondidas y que termina entre decorados olvidados en los sótanos de Cinecittà.

Marco abrió esta tienda en 1983, vendiendo carteles de películas que los cines le daban o tiraban tras los estrenos. Luego siguió con fotos de escena originales, pósteres y películas. Era rockero —le puso a su hijo Angus, por el guitarrista de AC/DC—, un soñador, un espectador incansable, y decidió consagrar su vida al cine. Pero no haciendo cine, eso en Roma lo hace cualquiera —en una fiesta siempre conoces a alguien del cine, aunque no quieras, se te presentan contra tu voluntad—, sino atesorando cine para sus amantes, que es casi mejor y seguro que mucho más difícil.

Con el tiempo el Hollywood se ha convertido en un refugio nuclear contra la banalidad audiovisual, una especie de escondrijo de la resistencia. Hoy ya es difícil tener una conversación seria de cine, una conversación adulta. Con gente con la que se dé por sobreentendido que ha visto lo que hay que ver, o que al menos lo dé por sobreentendido simulando que lo ha visto, que es lo mínimo por vergüenza, que hoy ya ni vergüenza hay. Marco atiende a todo el mundo, claro, hasta a los que creen que una de superhéroes es una obra maestra o a telespectadores embrutecidos por sobredosis de series, pero reconoce a un miembro de la hermandad del cine en esa señora que busca una película, cree que francesa, que vio cuando era pequeña, en la que hay una escena en la que un perro hace no sé qué y luego pasa esto otro, aunque no está totalmente segura de esto otro. Sí, hombre, dice Marco satisfecho, estira el brazo y se la da.

En las paredes del Hollywood hay fotos firmadas de Woody Allen, o Michael Cimino, dedicadas a «My friend Marco», y le llama Scorsese por teléfono para pedirle carteles antiguos italianos. Los del otro Hollywood, el de verdad, digamos así, suelen ir rendidos a Roma, porque admiran el cine italiano, y, si van a Roma, van a la tienda de Marco.

Igual que entre ellos se recomiendan restaurantes, se aconsejan el videoclub. En el Hollywood hay dos tipos de clientes: los de siempre, y aquellos que pasaron un día y luego lo cuentan así: «Un día…». Un día entró Abel Ferrara, se quedó enganchado con la película que Marco tenía puesta en la pequeña tele del mostrador, una de detectives de William Wyler, y al final pidió una cerveza en el bar de al lado, el Perù, y se quedó a verla hasta el final. Un día entró Francis Ford Coppola y, charlando, Marco se atrevió a decirle, a él, cuál era su mejor película, la número 249 del catálogo del Hollywood, La conversación. Coppola le dio la razón, dijo que sí, que era su mejor película.

Hay una escena de La Grande Bellezza en la que el protagonista camina de madrugada por una bocacalle de Via Veneto y se cruza de repente con Fanny Ardant, que aparece en medio de la noche como un fantasma. Es una escena familiar para quien vive en Roma, y esto es lo que tiene esta película, que atrapa lo mágico cotidiano de esta ciudad, sumergida en una ensoñación parecida a la del cine. Desde fuera se puede pensar que este tipo de escenas de Sorrentino son una exageración estilística, pero no, es que es así. A mí me pasó con Liza Minelli; me la encontré de madrugada vagando por Roma. Te encuentras a esta gente por ahí. Tarde o temprano, a veces a deshoras, todos pasan por Roma, y el Hollywood forma parte de esa magia secreta. Una caja negra del cine mientras todo alrededor se desmorona.

Foto: Antonello Nusca.

Toda Roma es un lugar especial del cine, como Monument Valley en las películas de John Ford o las puertas en las de Lubitsch. Tiene como una propiedad física el estar mezclada con las películas; no solo acabas sabiendo la casa donde nació Alberto Sordi o Aldo Fabrizi, terminas por saber los lugares de las películas, el punto exacto donde disparan a Anna Magnani en Roma, città aperta, el rincón donde Umberto D. intenta enseñar a su perro a pedir limosna por la vergüenza de pedirla él, la casa del striptease de Sophia Loren ante Mastroianni, el primer piso de la autovía Tangenziale del que Fantozzi se descuelga para coger el autobús en marcha. Vives como en una película, porque ves una de los años cincuenta y ese lugar sigue siendo prácticamente igual. Luego te cruzas por la calle con Bertolucci o Nanni Moretti. Un amigo era vecino de Vittorio Gassman, de eso que te lo encuentras en el ascensor. Cerca del Hollywood vivió Tarkovski en su exilio romano. Giulietta Masina era clienta.

El Hollywood es un sitio que se conoce entre los actores y las actrices, directores, ayudantes de dirección, entendidos. Porque Marco sabe. Y, aún más, sabe quién sabe, porque conoce lo más íntimo de una persona, de la pasta de que están hechos sus sueños, como el halcón maltés: sabe las películas que has visto. Es decir, te tiene calado. Sabe que ese director nuevo hará cosas, porque tiene curiosidad, es humilde y vuelve fascinado al devolver Banditi a Orgosolo, por ejemplo. O sabe que no ha visto nada de Rossellini, y que por tanto se pasará toda su vida tanteando o equivocándose o pensando que está inventando algo nuevo hasta que lo vea. O sabe bien que ese día que estás pensativo y necesitas meterte algo te viene bien una de Truffaut. Yo iba a coger películas como al médico, para que me las recetara. De hecho, alquilé mi segunda casa en Roma allí al lado para poder tenerlo cerca. Y la primera, frente al lugar donde le roban la bicicleta al protagonista de Ladrón de bicicletas.

Para entrar en el club Marco te hace una tarjeta de socio vitalicia, que antes costaba cincuenta mil liras y aún guardo como un talismán. Sale el dibujo de Robert de Niro caminando con su chupa en la calle de cines porno. Te daba un taco de fotocopias con el listado de películas a la venta y en alquiler. Número uno, Scarface, de Howard Hawks. Están dispuestas en orden alfabético por directores y países. Había hasta una página de cine africano. Es veneno adictivo para un cinéfilo; en cuanto te lo entrega, sabes que estás perdido.

Aún sigue habiendo títulos en VHS, porque no existen en DVD, y como los clientes van perdiendo o rompiendo sus aparatos de vídeo, o ya ni tienen, pues ahora te llevas la cinta con un aparato que te deja él, todo junto. La gente lo hace, como si fuera una actividad artesanal o clandestina, porque si no, y esto aún es verdad hoy mismo, hay películas que no puedes ver. Marco también se ha ido adaptando a los tiempos, y tiene pedidos por internet; ya siempre te lo encuentras haciendo algún paquete para un cliente de Alemania o España. Los lunes por la mañana, que antes cerraba, se le podían dejar las películas al zapatero de al lado. Hacía una pila junto a las suelas y tacones. En agosto, cuando cerraba, te podías llevar todas las películas que quisieras y se las devolvías en septiembre, y te pegabas panzadas de Cassavetes, Ophüls o Fuller. En toda casa un poco decente de gente interesante de Roma veías una carátula de película del Hollywood junto a la tele, o en el mueble de la entrada.

Un día Marco bajaba de Monteverde con el motorino y nos cruzamos en Trastévere en un paso de cebra. Yo pasaba con mi hijo, que llevaba en la mano una caja de VHS del Hollywood que teníamos que devolver. Marco siempre le aconsejaba sobre las de vaqueros y las de guerra. Luego me habló de la impresión que le causó esa imagen. Creo que fue para él como ver en blanco y negro a un niño de Cartier-Bresson con una botella de vino bajo el brazo, o al pequeño Antoine Doinel, que al llegar a casa le pone velas a un altar de Balzac.

Quizá sintió que la antorcha había pasado a la siguiente generación, que educando la mirada de un niño en la belleza y la ternura del buen cine estás salvando el mundo, que un niño que sonríe con Chaplin seguro que será buena persona, y que tal vez su pequeña tienda era un lugar más importante de lo que él mismo creía.

Foto: Antonello Nusca.

El Método

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Marlon Brando en Salvaje, 1953. Imagen: Columbia Pictures.

Lo que enseñan en las escuelas de actuación es una mierda espeluznante e increíble. Y el Actor’s Studio americano es el peor lugar de todos. Allí los estudiantes aprenden a ser naturales, a dejarse caer, a hurgarse las narices y rascarse las pelotas. A esa mierda la llaman el Método. ¿Cómo se puede enseñar a alguien a ser actor? ¿Cómo puedes enseñarle qué sentir y cómo expresarlo? ¿Cómo puede alguien enseñarme a reír o llorar? ¿Cómo explican el dolor, la desesperación o la felicidad? ¿O la pobreza, el hambre, el odio y el amor? No, no quiero perder el tiempo con estos imbéciles arrogantes.

Yo necesito amor, 1988. Autobiografía de Klaus Kinski.

En la obra teatral Electra de Sófocles, una encabronada Clitemnestra se llevaba por delante a Agamenón como venganza por haber sacrificado a una de sus hijas en un peaje de camino a Troya. Aquel asesinato no le sentaba nada bien a una Electra, descendiente de ambos, que comenzaba a maquinar junto a sus otros hermanos (Orestes y Crisótemis) cómo cargarse a Clitemnestra a modo de revancha. En cierto momento de la obra, a Electra le hacían creer que su hermano Orestes la había palmado, un engaño (perpetrado por el propio Orestes porque los griegos son muy de ser retorcidos y entrar por la puerta de atrás) durante el cual la sufrida zagala recibía la urna que contenía las supuestas cenizas del finado. Entre lágrimas, y aferrando aquel recipiente contra su pecho, la mujer ofrecía un emocionado soliloquio sobre la amargura de tener un cenicero en lugar de un hermano.

En el mundo de las artes de la antigua Grecia existía un pequeño star system, un ecosistema de actores tan notables como para ser agasajados por las gentes y amasar montañitas de dinero. Nombres como Aristodemo, Satyro, Teodoro o Neoptolemo, entre los que se encontraba un actor especialmente reverenciado llamado Polo. En cierta ocasión, dicho artista se encargó de interpretar el papel de Electra en la obra de Sófocles (en aquella época los hombres se hacían cargo de los papeles femeninos) y lo conmovedor y realista de su actuación, sobre todo durante el discurso sobre el familiar perdido, le reportó numerosos aplausos y alabanzas de todo tipo. El truco de Polo para resultar convincente se había basado en no limitarse a actuar y tirar de sus propios sentimientos: aquella urna sobre la que lloraba el artista no formaba parte del atrezo, sino que se trataba del recipiente en el que Polo conservaba las cenizas de su hijo fallecido. Se la había llevado al trabajo para hacer más real el sentimiento de dolor ante el recuerdo del ser querido.

Clytemnestra vacila antes de matar al durmiente Agamenón. Ojo a Egisto a la izquierda malmetiendo como el típico pesado que asesina a la gente durante la hora de la siesta. 1817. Pierre-Narcisse Guérin

El Método es un famoso sistema de actuación compuesto por técnicas, cimentadas en los escritos de Konstantín Stanislavski, cuyo objetivo es que los actores se sumerjan en la psicología y emociones de sus personajes. Gente como Robert De Niro y, sobre todo, Marlon Brando ayudaron a popularizar la idea de que el Método era sinónimo de actuaciones de categoría elevada. De repente, todos aquellos que no se preparaban sus roles de manera extremadamente sufrida y detallista o quienes se salían del personaje cuando la cámara dejaba de rodar, se habían convertido en artistas de calidad cuestionable. Con el tiempo, la percepción del Método y de aquellos que lo llevaban a cabo fue mutando hasta convertirse en un cliché, en una herramienta extraña y, sobre todo, en una fábrica de comportamientos disparatados. A veces incluso funciona.

Wannabes del Método

A Shia LaBeouf  la gente lo conoce por ser hijo de Indiana Jones, bailarín enjaulado, amigo de corretear entre las piernas de Optimus Prime y payaso eventual. Una persona que probablemente hace las cosas con la mejor de las intenciones, pero que normalmente acaba convirtiéndose en un chiste con patas, como ocurrió con aquel vídeo motivacional donde berreaba «DO IT!» como un desequilibrado (un documento que propició maravillas como esta). O como delató la ocurrencia de sentarse en un cine durante tres días para contemplar la proyección ininterrumpida de todas sus películas en orden cronológico, una chorrada retransmitida en directo por internet. En el mundo de la interpretación lo conocen además por pasarse de petulante cuando cree que abraza el Método. En The Necessary Death of Charlie Countryman el chaval optó por meterse LSD real para dotar de mayor realismo a las escenas en las que su personaje estaba colocado. Rupert Grint, compañero de reparto de LaBeouf en aquel film, confesaría que el espectáculo llegó a ser tan lamentable como para tener pinta de campaña antidroga: «Destrozó el lugar, se desnudó y se puso a hablar sobre su búho. Si hay algo que te pueda convencer de no tomar drogas era contemplar todo aquello». El actor contraatacaba justificando con el Método sus viajes psicotrópicos: «Puedes simular un viaje de ácido a lo Harold & Kumar o puedes estar puesto de ácido. Todo lo que yo sé sobre actuar es que Sean Penn se amarró de verdad a aquella silla eléctrica en Pena de muerte, eso es lo que busco». Una afirmación muy loable si no se tiene en cuenta que no había ninguna silla eléctrica en Pena de muerte. Durante otra de sus películas, Corazones de acero, consideró oportuno arrancarse un diente sano para redondear su personaje y se rajó la cara con un cuchillo para ahorrarle trabajo al equipo de maquillaje; las cicatrices de aquella idea fabulosa se quedarían a vivir en su cara de manera permanente.

Corazones de acero. Imagen: Columbia pictures.

Cuando a Jared Leto lo contrataron para hacer de Joker en Escuadrón suicida el tío se dedicó a tocarles las narices a sus compañeros de reparto con bromas desagradables: remitió una rata muerta a Margot Robbie y envió numerosos condones usados y juguetes anales al resto de actores del film, unos profesionales que durante las entrevistas promocionales preferían no hablar mucho del tema. Leto se justificó explicando que se había metido a tope en la cabeza del payaso criminal, pero su personaje en la pantalla era poco más que un protocantante de trap con un pequeño cameo en una historia que, por otro lado, apestaba a mierda de triceratops.

Joker on tour feat Cecilio G y Kinder malo. Imagen: Warner Bros. Pictures.

Let me hear your body talk

Chris Hemsworth se tomó muy en serio lo de convertirse en una deidad mazada y cuando llegó al set de Thor descubrió que se había pasado con las visitas al gimnasio: su silueta estaba tan abultada como para que vestir el disfraz del dios del trueno supusiera quedarse sin circulación en las extremidades por culpa de las estrecheces. Poco después tuvo que aligerar peso y masa muscular para poder meter el culo en la cabina de un coche de F1 e interpretar al piloto británico James Hunt en Rush. Hemsworth volvió a dejarse crecer los músculos para Thor: el mundo oscuro, los perdió de nuevo para En el corazón del mar y visitó gimnasio una vez más para llegar fornido a Los vengadores: la era de Ultrón. Jared Leto construyó su retrato de Mark David Chapman (el hombre que asesinó a John Lennon) para la película El asesinato de John Lennon engordando treinta kilos de la manera más sana imaginable: a base de beberse copazos de Häagen-Dazs derretido aliñados con aceite de oliva y salsa de soja. Una repentina tormenta de azúcares que además de avivar la papada del actor le obligó a tirar de una silla de ruedas durante parte del rodaje. Años después, Leto decidió viajar hasta el extremo opuesto y aparcar en el infrapeso al adelgazar a lo bestia para dar credibilidad al papel de una mujer transgénero con sida en Dallas Buyers Club, una película en la que Matthew McConaughey también jugaba a metamorfosearse en esqueleto justo después de hacer de stripper musculado en Magic Mike. Renée Zellweger es otra de las estrellas a las que un personaje de ficción les reventó la báscula a base de brincos: engordó para Bridget Jones, adelgazó para Chicago y se vio obligada a volver a engordar de nuevo para Bridget Jones 2.

Alternar entre los roles de Iron Man y Sherlock Holmes envió el metabolismo de Robert Downey Jr. a bailar zumba cantando tonadillas tirolesas. Gary Oldman se tomó tan en serio lo de digievolucionar a despojo escuchimizado para la cinta Sid y Nancy, comiendo solamente melón y pescado al vapor, que acabó planchando una cama en el hospital. George Clooney se aprovisionó de materia grasa para Syriana, Forest Whitaker asaltó las pastelerías hasta cultivar la barriga necesaria que le requería El último rey de Escocia, Sylvester Stallone se atocinó para Cop Land siguiendo una estricta dieta centrada en engullir una catedral de tortitas tres veces al día y Vincent D’Onofrio se cebó hasta engordar treinta kilos para La chaqueta metálica convirtiendo sus rodillas en fosfatina en el proceso. En las primeras entregas de Torrente, Santiago Segura tomó por costumbre aumentar de peso hasta proporciones ofensivas, Torrente 2: misión en Marbella paseaba al personaje por la piscina solo para convertir en espectáculo la gigantesca barriga que había criado el actor. Taylor Lautner optó por pegar el salto de esmirriado (en Crepúsculo) a fibrado (en la secuela La saga crepúsculo: luna nueva) por temor a que los responsables decidiesen coger a otro chico más mazas para el papel. La jugada le salió estupendamente, se hinchó con trece kilos de músculos varios mientras los productores ahorraban en camisetas y la audiencia no ganaba para bragas.

Los diferentes estados de Christian Bale.

Christian Bale es probablemente el más tarado de todos los actores a la hora de jugar con su propio físico. Entrenó lo suyo hasta convertirse en el egomaníaco protagonista de American Psycho que admiraba sus músculos en el espejo mientras fornicaba. Cuatro años después, se tomó tan al pie de la letra el guion de la producción española El maquinista como para adelgazar de manera salvaje, en contra de los consejos de los propios responsables del film, hasta convertirse en un esqueleto con patas. Perdió treinta kilos a base de comer exclusivamente una manzana y una lata de atún al día y el público primero se preguntó si aquello era obra de los efectos especiales y después sintió un escalofrío al descubrir que no había CGI implicado. Meses más tarde, Bale recuperó su peso habitual y le añadió veinte kilos más a base de pesas para convertirse en Batman y protagonizar Batman Begins. Tras la aventura del hombre murciélago, se quedó en los huesos de nuevo para interpretar a un prisionero de guerra en Rescate al amanecer, visitó el gimnasio para lucir abdominales en El caballero oscuro, volvió a adelgazar para convertirse en un adicto al crack en The Fighter y dos años después se puso en forma una vez más para rellenar el traje de Batman (en El caballero oscuro: La leyenda renace). Con la Gran estafa americana sometió a su cuerpo a una nueva empresa: engordar dos docenas de kilos.

Método a la fuerza

John Ford optó por putear a Vincent McLaglen para que luciese desquiciado en El delator: lo sometió a humillaciones constantes en público, modificó sus horarios de rodaje sin avisarle previamente y le obligó a actuar borracho o mientras lidiaba con una resaca tremenda que lo convertía en un flan de carne. En Los pájaros, Alfred Hitchcock le prometió a Tippi Hedren que utilizaría aves de atrezo durante sus escenas y después se tiró cinco días arrojando pajarracos vivos, y bastante encabronados, a la cabeza de la actriz. Hedren sufrió ataques de nervios y se pasó las semanas posteriores al rodaje teniendo «pesadillas que aletean». Mientras filmaba El resplandor, Stanley Kubrick dedicó muchos de sus esfuerzos en mantener a Shelley Duvall en el estado constante de histeria que consideraba que el personaje necesitaba. Y lo logró de la manera más sádica posible, ejerciendo sobre ella un bullying salvaje que intentó contagiar al resto del equipo. La actriz acabó perdiendo pelo a causa de unos nervios destrozados, mientras Kubrick alababa su interpretación en las entrevistas posteriores. Werner Herzog procuraba encabronar entre las tomas de Aguirre, la cólera de Dios a Klaus Kinski, amigo amado y odiado del director, para provocar sus desmedidos ataques de ira y que llegase desfogado y agotado al rodaje de sus escenas. John McTiernan descolgó a Alan Rickman antes de tiempo a la hora de filmar su caída al vacío en La jungla de cristal para captar una expresión auténtica de pánico. Funcionó.

Alfred Hitchcock. Imagen: CBS.

James Cameron es tan hijo de puta durante los rodajes como para que sus equipos técnicos hayan tomado por costumbre el hacerse camisetas en algún momento con lemas como «No puedes asustarme, he trabajado con James Cameron» o recopilando todas las frases abusivas y «cagamentos» diversos que el hombre escupe durante el trabajo. En Abyss aprovechó para mantener la cámara rodando cuando Ed Harris casi se ahoga durante una escena en un tanque de agua y, en agradecimiento, el actor, que sufrió crisis nerviosas en el rodaje, le partió la cara al director de un puñetazo. Durante aquella producción, en la que Cameron forzó a los actores a realizar algunas escenas peligrosas sin tirar de dobles, los implicados rebautizaron la película con nombres como The Abuse o Life’s Abyss and then you Dive. Harris acabó contestando a toda pregunta sobre la cinta con un «No voy a hablar de Abyss y nunca lo haré», y Mary Elizabeth Mastrantonio, compañera de reparto en aquel film, comentó en cierta ocasión: «Abyss fue un montón de cosas. Y “divertida” no era una de ellas».

Steven Spielberg envió al reparto de Salvar al soldado Ryan a cumplir un adiestramiento militar a lo largo de diez intensos días para mentalizarse bien sobre lo jodido de ser soldado. Edward Burns definió aquel tutorial de Call of Duty como una de las peores experiencias de su vida mientras Tom Hanks, quien ya tuvo que comerse una instrucción similar al prepararse para Forrest Gump, hizo mofa sobre el poco fondo de sus compañeros de batallón: «Se creían que iban a ir de campamento». Spielberg solo hizo una excepción: Matt Damon, un actor al que dejó fuera del entrenamiento militar a propósito y con el objetivo de avivar el rencor en el resto de actores. Porque en la historia aquellos soldados tenían que mostrarse muy resentidos con el personaje de Damon.

Salvar al soldado Ryan. Imagen: DreamWorks pictures.

Mientras rodaba Das Boot: el submarino, el actor Jan Fedder perdió el equilibrio y se cayó desde el costado de una torre en un set donde los personajes simulaban desafiar a una poderosa tormenta. Uno de sus compañeros, tras ver cómo se escoñaba escenario abajo, decidió improvisar gritando: «¡Hombre al agua!», y el director, Wolfgang Petersen, interpretó que lo de caerse delante de la cámara había sido una ocurrencia del propio actor, algo por lo que le felicitó con un «¡Buena idea, Jan! Vamos a repetir la toma». Pero Fedder en realidad estaba agonizando sobre el suelo con varias costillas rotas. Su papel fue reescrito para que el personaje pasase parte del metraje tumbado en una cama recuperándose del porrazo, las expresiones y los gestos de dolor del hombre durante dichas escenas tienen poco de fingidos.

El Método

Marlon Brando es uno de los actores más mentados a la hora de hablar del Método. En 1946 debutó en Broadway con la obra Truckline Cafe y ya dejó bien claro que venía de una escuela en la que se jugaba duro: en aquella pieza teatral interpretaba a un psicópata que, en un determinado momento, emergía de entre las aguas de un lago helado. Brando preparaba dicha intervención entre bambalinas correteando por las escaleras hasta quedarse sin aliento y tirándose por encima un cubo de agua helada justo antes de salir al escenario. El público flipó cada noche con su actuación, y cuando Brando saltó al cine lo hizo como jeta visible de un selecto grupo de actores que se desvivían por dotar de realismo a unos personajes que sobre el papel se antojaban poco realistas.

Robert De Niro le dedicó tanta alma y energía a los entrenamientos pugilísticos previos a Toro salvaje como para que el verdadero Jake LaMotta, la persona a la que interpretaba en pantalla, llegase a declarar que el bueno de Bob podría haberse convertido en boxeador profesional. Jim Carrey creyó oportuno transformarse en Andy Kaufman mientras tuvo lugar el rodaje de aquella Man on the Moon que firmó Miloš Forman. Una decisión con la que acabó desquiciando a todos sus compañeros de trabajo, y una ocurrencia que en el fondo parecía ideada por el propio Kaufman. El documental titulado Jim & Andy: The Great Beyond – Featuring a Very Special, Contractually Obligated Mention of Tony Clifton se encargó en 2017 de repasar aquella posesión que sufrió el cómico veinte años atrás. El inglés John Simm se educó en la interpretación a la sombra de Stanislavski: decidió rebozarse en drogas mientras preparaba su papel para Generación éxtasis, vivió a base de cafés y cigarrillos para interpretar a Vincent van Gogh con el físico adecuado en una tv-movie titulada The Yellow House y rehusó el tratamiento que le ofrecieron tras fracturarse unas costillas, mientras rodaba una adaptación de Crimen y castigo para televisión, porque creía que el dolor y las fiebres le darían un mayor realismo a su papel. Hillary Swank preparó su papel para Boys Don’t Cry haciéndose pasar por hombre durante su vida diaria y logrando que los vecinos acabasen creyendo que aquel chaval, que de repente veían muy a menudo paseando por el barrio, era el hermano de la actriz. Joaquin Phoenix convirtió el Método en el núcleo de un falso documental llamado I’m Still Here: se pasó un año entero haciéndole creer a todo Hollywood que se había vuelto medio loco. Cuando se alistó en The Master de Paul Thomas Anderson recurrió a métodos más clásicos y se conformó con interpretar el papel sin salirse del personaje durante tan solo tres meses.

I’m Still Here. Imagen: Magnolia Pictures.

De Mel Blanc (el hombre que dotaba de voz a medio universo animado, de Bugs Bunny a Pablo Mármol pasando por el Pato Lucas, el demonio de Tasmania, Piolín, Marvin el marciano, el Pájaro Loco, Porky o el Correcaminos) se suele decir que gustaba de llevar el Método hasta las cabinas de doblaje. Por lo visto, no era extraño entrar en el estudio de grabación y encontrarlo masticando zanahorias, un vegetal que ni siquiera le gustaba. Pero Blanc no era la única voz famosa que creía en la eficacia del Método más allá del micrófono, la actriz B. J. Ward adquirió la costumbre de doblar a Velma, la adorable nerd de Scooby Doo, vistiendo siempre un jersey de cuello de tortuga y gafas de pasta.

Sir Daniel Day-Lewis es probablemente el mayor embajador del Método a la hora de encarar el papel para una película. Un artista tremendamente selectivo —en los últimos veinticinco años ha participado solo en once películas—, profundamente celoso de su intimidad —apenas concede entrevistas y suele evitar las apariciones en público— y el único interprete de la historia que ha sido capaz de ganar tres Óscar en la categoría de mejor actor en un papel principal. En 2014 fue nombrado caballero por la Reina Isabel II y desde entonces es posible mentarlo con el título nobiliario de sir sirviendo de avanzadilla.

Day-Lewis se ha hecho famoso por su enfermiza obsesión con meterse en sus roles hasta convertirse en ellos de maneras extremas y potencialmente cuestionables. En Mi pie izquierdo, biografía del artista irlandés Christy Brown aquejado de parálisis cerebral, el actor optó por permanecer en el personaje, y por extensión en su silla de ruedas, hasta el punto de necesitar ayuda para comer o desplazarse y acabar encabronando a sus propios agentes, incapaces de mantener una conversación de negocios con un Day-Lewis paralítico que solo podía mover su pie izquierdo. Su propio cuerpo tampoco agradeció lo de pasarse tanto tiempo arrugado en la silla de ruedas y aquella posición forzada acabó triturándole dos costillas. A la hora de prepararse para El último mohicano el artista lo hizo a lo salvaje, largándose al monte para vivir entre la naturaleza durante meses sobreviviendo a base de caza y pesca. Aprendió a fabricar canoas, lanzar tomahawks y se encariñó tanto con su fusil como para llevárselo de acompañante a su cena familiar navideña. Cierto tiempo después, tras haber finalizado el rodaje, se encontró con el director, Michael Mann, y le confesó que no sabía cómo dejar de interpretar al personaje del film y que llevaba unos días sufriendo alucinaciones y claustrofobia.

Mi pie izquierdo. Imagen: Palace Pictures.

La película En el nombre del padre lo llevó a pasar las noches en una celda y a convencer a algunos miembros del equipo para que lo humillasen constantemente; «Si un hombre inocente firma una confesión que destroza por completo su vida es parte de mi responsabilidad como actor el entender por qué un ser humano haría eso», justificaba el actor. Para meterse a tope es el personaje de John Proctor en El crisol, Day-Lewis se construyó una casa con herramientas del siglo XVII y vivió en ella durante un verano arando su huertos, cabalgando a caballo y sobreviviendo sin electricidad ni agua corriente. La preparación para The Boxer lo embarcó en un entrenamiento profesional como boxeador que, según el New York Times, se alargó durante tres años. Con Gangs of New York se autoobligó a entrenarse en el lanzamiento de cuchillos, aprender el oficio de carnicero e investigar grabaciones de la época para imitar el acento neoyorquino de entonces. Su negativa a abandonar el personaje en la vida diaria mientras durase el rodaje lo llevó a provocar situaciones incómodas en los restaurantes y peleas con desconocidos por las calles de Roma (donde se rodaba el film), y también a cultivar una sana neumonía por culpa de oponerse a vestir ropa de abrigo que no existía en el siglo XIX. Los que le acompañaron en aquella producción de Martin Scorsese aseguran que durante el almuerzo lo raro era no verlo afilando sus cuchillos. Durante la filmación de Nine conservó el acento italiano cuando la cámara ni siquiera estaba rodando, en Lincoln obligó a la gente a dirigirse a su persona con un «Señor presidente» y en El hilo invisible, la última película en la que ha participado antes de anunciar su retirada del mundo del cine, se esmeró estudiando a los grandes diseñadores de moda, aprendiendo a coser y convirtiéndose en aprendiz de Marc Happel, el director de vestuario del New York City Ballet.

Dustin Hoffman moldeó su personaje de corredor para Marathon Man poniéndose en forma a base de quemar zapatilla diariamente y perder peso. A la hora de abordar una escena en la que el personaje debía lucir agotado y sin aliento, Hoffman decidió corretear un par de kilómetros antes de que la cámara se pusiese en marcha. Laurence Olivier, su compañero de reparto en aquella película, al ver a Rain Man con los pulmones bajo el brazo le comentó con cierta guasa: «¿Has probado a actuar, querido? Es mucho más sencillo».

Marathon Man. Imagen: Paramount Pictures.

Hollywood hubiera sido muy diferente sin Roger Corman

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Creature from the Haunted Sea. (DP).

A finales de los años cincuenta el régimen de Batista está a punto de caer, así que un grupo de militares adeptos huye de Cuba con una reserva de lingotes de oro con el fin de preparar la contrarrevolución. Pero, ¡ay, incautos!, han confiado para el viaje en un capitán de barco particularmente corrupto y taimado, más interesado en la carga que en los pasajeros, para quienes ha tramado otro destino: irá matándolos uno a uno, fingiendo que en realidad son víctimas de un legendario monstruo marino que les está acechando. Como sabemos, en el cine los planes siempre terminan torciéndose y el giro imprevisto llegará cuando ese engendro imaginario… ¡se haga realidad! Y no solo eso, sino que al final será él quien se salga con la suya, culminando la historia con un memorable plano en el que lo vemos junto al tesoro ahora hundido mientras eructa satisfecho. El monstruo ha ganado.

Ese desenlace era sencillamente perfecto a los ojos de Roger Corman y junto a la diversión que supuso todo el rodaje hizo de esta película, Creature from the Haunted Sea, aquella de la que mejor recuerdo guarda de toda su carrera. Como repite enfáticamente en su autobiografía, siempre fue un maverick, un tipo algo bala perdida, espíritu libre, contrario al sistema… ¿Cómo no iba a sentirse entonces identificado con el monstruo? Esa actitud le impidió llegar a formar parte de los grandes estudios de Hollywood, pero es también la que mantuvo intacta su creatividad, su independencia artística, durante más de cuatrocientos filmes dirigidos, escritos y/o producidos a lo largo de más de cinco décadas. Una obra cinematográfica colosal, en la que hay que decir que abundan los bodrios infernales, abominaciones como Death Race 2000 o The Viking Women and the Sea Serpent, que son peores que ponerle la zancadilla a tu abuela. Pero también hay una apreciable cantidad de películas divertidas e incluso algunas que supieron crear escuela. Esto último no es ninguna frase hecha, realmente inspiró a muchos de los directores hoy en día más consagrados (algunos le homenajearon, otros le plagiaron vilmente) y abrió nuevos caminos en la forma de narrar historias. Si le añadimos aquellos cineastas que tuvieron con él su primera oportunidad, así como los actores a los que descubrió y que luego llegaron a ser grandes estrellas, podemos concluir sin temor a exagerar que sin Corman Hollywood y la historia del cine en su conjunto hubieran sido muy distintos. Veamos por qué.

Para poder situarnos, comencemos por las influencias que recibió el propio Corman. Nació en Detroit en 1926, en el seno de una familia de clase media que unos años después se trasladó a Beverly Hills. Allí, rodeado de compañeros de una clase social mucho más adinerada, comenzó a sentirse el bicho raro que ya nunca dejaría de ser. En su adolescencia se interesó por el modelismo, las revistas con historias de ciencia ficción y los cuentos de Poe, aficiones que fueron todas ellas la semilla de su obra artística en los años siguientes. Aunque por encima de todas ellas estuvo, por supuesto, el cine. Ford, Hitchcock y Hawks fueron referentes de importancia, sin llegar ninguno de ellos a la importancia que tuvo en Corman… el propio Corman. Ningún otro cineasta ha recurrido tanto como él al autoplagio, no tanto por lo fascinado que estuviera por su propia genialidad, sino por ahorrar costes en unas producciones siempre de bajo presupuesto que garantizaban su independencia. Precursor del sample, rodaba escenas de persecuciones, de edificios ardiendo o de lo que fuese, que reutilizaba una y otra vez en sus películas, convencido de que en una época en la que no existía el vídeo ningún espectador se daría cuenta. Como el cocido en la casa del pobre, su cine aprovechaba todo, pues a menudo también mandaba a sus cámaras a perseguir ambulancias y camiones de bomberos para que rodasen lo que pudieran y ver si luego podría usarse. Asimismo, cuando ya se había ganado cierta posición viajó a la URSS a comprar películas de ciencia ficción, que luego montaría de nuevo rodando algunas escenas nuevas para contar con ellas otra historia. Y si tenía un wéstern entre manos, como Five Gun West en 1955, ¿para qué emplear cientos de extras en una carga de indios si podía encontrarla en las secuencias descartadas que alguien rodó para otra cinta?

A la vista de lo anterior, ciertamente Corman no puede poner el grito en el cielo por cada vez que luego alguien haya hecho lo propio con sus películas. Aunque al menos los espectadores sí podemos, especialmente ante uno de los mayores farsantes de las últimas décadas: M. Night Shyamalan. Servidor ya empezó con mal pie con su cine, pues lo primero que recuerdo de él consistió en enterarme del desenlace de El sexto sentido escuchando una conversación ajena mientras esperaba una cola. Sin la sorpresa de aquel giro argumental la cosa deslucía bastante, aunque no tanto como las cintas que le siguieron… exceptuando El bosque. Esa era la película que a mi juicio le salvaba de la condena a los infiernos. Ahí cabía destacar no solo un desenlace sorprendente marca de la casa, sino una sugerente metáfora política en torno a los mitos que conforman cualquier comunidad humana. La idea era apreciablemente original, daba que pensar. Y, por supuesto, como descubrí posteriormente, no era de Shyamalan. El bosque, una producción que recaudó más de doscientos cincuenta millones de dólares, no pasa de ser más que una desvergonzada copia de Yo fui un cavernícola adolescente, rodada por Corman en 1958 y olvidada por casi todo el mundo desde entonces, salvo por el cineasta de origen indio, que se limitó a ambientar esa historia en la época de los primeros colonos americanos. Sirvan pues estas líneas para reivindicar al original y señalar al remedador… aunque, para terminar de decirlo todo, haya que añadir que las escenas de luchas entre dinosaurios que incluye fueron recortadas por Corman sin el menor recato, concretamente de la cinta Brute Force de D. W. Griffith.

Cartel de Yo fui un cavernícola adolescente.

El anterior no es ni mucho menos un caso aislado, cómo podría serlo con un productor y director tan prolífico y audaz a la hora de narrar historias que los grandes estudios hubieran desechado a menudo como disparatadas. The Trip, por ejemplo, fue la primera película en retratar un viaje inducido por LSD y, más allá de sus discretos logros artísticos, su relevancia reside en que fue la inspiración directa para que tres colaboradores habituales del director —Peter Fonda, Dennis Hopper y Jack Nicholson— se lanzaran a rodar lo que llegó a ser un formidable éxito de taquilla y acabó convertido en un icono (contra)cultural: Easy Rider. Sin Corman, no hubiera existido. Como el estiércol que abona las más bellas flores, otra cinta a la que aludíamos al comienzo, Death Race 2000, tuvo al menos el mérito de haber sido la principal inspiración, pues así lo reconocieron sus autores, de Mad Max. No es el único clásico de la ficción posapocalíptica que le debemos.

James Cameron fue descubierto por Corman, a cuyo servicio creció profesionalmente, primero como director artístico, luego como director de segunda unidad y finalmente como director, con Piraña 2. Pero las diferencias con nuestro protagonista durante ese rodaje le llevaron al despido. Así que Cameron se sentía ya maduro como director gracias a la experiencia adquirida, pero ese último contratiempo había afectado a su imagen en el mundillo del cine, por lo que tal vez nadie quisiera confiarle ninguna película como director. Así que decidió que tenía que dar ese paso con una historia propia, Terminator. Para ello fue fundamental la cinta de Corman Los siete magníficos del espacio, una mezcla cochambrosa entre Los siete magníficos y Star Wars en la que Cameron había participado y de la que se valió, en sus propias palabras: «Tomé todo lo que hicimos en ella y solo lo hice más grande».

En el caso de la saga The Fast and the Furious la coincidencia, más allá de abordar carreras de coches, se limita al título de la película que Corman dirigió en 1955, repetido en la saga a modo de homenaje. Más interesante resulta el fenómeno de La pequeña tienda de los horrores. Rodada en 1960 durante apenas un fin de semana, esta extraña historia de una planta carnívora que habla y se alimenta de personas se convirtió desde entonces en eso que llaman una «película de culto», con fans que llegan a aprenderse los diálogos de memoria. Posteriormente se convirtió en un celebrado musical de Broadway, en 1986 se hizo un remake de ella y ahora mismo hay otro en preparación. Su éxito radicó en el desparpajo con el que mezclaba terror y humor, algo por entonces poco explorado pero que encantaba al público. Algún crítico ha definido la filmografía de Corman, o al menos parte de ella, dada su amplitud y variedad, como cine para adolescentes rodado por adolescentes. No tiene intención de concienciar a los espectadores (una vez rodó un drama antirracista, fracasó en taquilla y ya no quiso saber más de las películas «con mensaje»), ni de hacer gran arte que tenga eco en la posteridad, no es un adulto que se dirija a los jóvenes con una valiosa lección moral, sino uno de ellos puesto al frente del equipo con solo dos ideas en mente: rodar con el mínimo coste y ser lo más divertido posible. Para ello vale todo. Sexo, drogas, acción, terror, humor, ciencia ficción, suspense… cualquier ingrediente que capte la atención sirve, y si se combinan varios a la vez, pues mejor. Un estilo desenfadado y ecléctico que fue configurando a lo largo de los años cincuenta y sesenta una forma de hacer cine que eclosionaría en los setenta de la mano de dos cineastas profundamente influidos por él. George Lucas con Star Wars y Steven Spielberg con Tiburón son claros deudores de Corman.

Pero hay, además de los ya citados, otras muchas grandes figuras de Hollywood no solo influidas por su estilo sino descubiertas por él. Actores como Robert de Niro y Charles Bronson, además de su predilecto, Jack Nicholson, tuvieron la ocasión de despegar en sus producciones. Respecto a la lista de directores, es sencillamente apabullante: Jonathan Demme, Ron Howard, Joe Dante, Curtis Hanson, Peter Bogdanovich, John Sayles, Francis Ford Coppola y Martin Scorsese. Todos ellos tuvieron con Corman su primera oportunidad, quién sabe si de otra forma se hubieran quedado para siempre ajenos a un mundo tan selecto. Coppola lo explicó bien: «Lo mejor de Roger era que explotaba al máximo a los jóvenes que trabajaban para él hasta la extenuación, pero, al mismo tiempo, la otra cara de la moneda es que él te daba responsabilidades y oportunidades, así que era un trato justo». Scorsese, por su parte, también indicaba esa habilidad suya para descubrir y hacer florecer el talento a su alrededor: «Roger es, a su pesar, el más sobresaliente tipo de artista porque, al no tomarse demasiado en serio a sí mismo, es capaz de inspirar y cultivar el talento ajeno con generosidad y sin la menor envidia». Además, a todos ellos les dio un valioso consejo: haz a tus villanos tan fascinantes como tus héroes. Basta recordar las cintas más populares de las últimas décadas y el mandato se cumple escrupulosamente. Corman siempre ha tenido una gran intuición acerca de la psicología de los espectadores y sabía que ese punto era crucial; además, él más que nadie quería, como recordarán, que ganase el monstruo.

Para concluir, señalaremos por último que dos grandes multinacionales del sector audiovisual, Shout! Factory y ACE Film HK, han comprado hace unos meses los derechos de doscientas setenta películas producidas o dirigidas por él. Así que podemos ir preparándonos porque en los próximos años van a llegar a las salas infinidad de remakes de ellas. La huella de Corman en el cine no ha hecho nada más que empezar…

Roger Corman y Vincent Price. Foto: Cordon Press.

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