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Amores cinéfagos: Meryl y John, en el apogeo de una pasión

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John Cazale y Meryl Streep en El cazador (1978). Imagen: Universal Pictures.

Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida. (Los muertos, James Joyce).

Rodó solo cinco películas en su breve vida. Pero menudos peliculones: El padrino, La conversación, El padrino II, Tarde de perros y El cazador. Todas ellas nominadas a los Óscar. También apareció, mediante imágenes de archivo, en El padrino III, infravalorado cierre a la mejor trilogía de la historia del cine. Fue un actor secundario imbatible. Minucioso. Laborioso hasta la extenuación y la exasperación de guionistas y directores, que le apodaron, con sarcasmo lacerante, «el veinte preguntas». Siempre quería saber más sobre los personajes que construyó. Una galería de perdedores mezquinos, tambaleantes, pusilánimes y desgarrados. Escarbó más allá del aparente fondo de sus propias emociones con el fin de plasmar vívidos e intensos retratos de la miseria moral. Sus más aclamados amigos y compañeros de tablas y plató —pongamos por caso Robert de Niro y Al Pacino eran capaces de arrojar en sus interpretaciones odio, ira, crueldad gélida, venganza despiadada con soberbia convicción; sin embargo, bordaban el patetismo, la debilidad vulnerable, el resentimiento del cobarde. John Cazale supo transmitir como pocos la pasta de la que están hechos los humillados y vencidos. El ninguneado y desleal Fredo Corleone de El padrino, el atracador desquiciado y semianalfabeto Sal Naturile en Tarde de perros o el bufonesco Stanley de El cazador son caracteres tragicómicos que se apoderan del plano a través de extravagantes gestos, miradas apaleadas y un sutil dominio del tiempo y el espacio. Como afirma Pacino en el documental Descubriendo a John Cazale: «Te ayudaba a ser mejor».

La maestría de Cazale subía el nivel de los que le rodeaban. Los que bajaban la guardia en los diálogos o interpretaban con desidia mecánica sus papeles eran devorados en cada escena. Incluso un duro poco dado a los elogios como Gene Hackman reconoce que en La conversación tuvo que emplearse a fondo para mantenerse en el centro gravitatorio de la historia. Cazale era intenso. «Extremadamente intenso», puntualiza Hackman. Aportaba a personajes odiosos una humanidad palpable, triste y veraz. Una de las mayores muestras de esa humanidad la encontramos en Tarde de perros cuando el atracador que encarna Pacino le pregunta si hay un país al que quiera ir. Tras pensárselo un momento responde con total seriedad: «Wyoming».

La mejor actriz del mundo

He conocido a la mejor actriz del mundo. (John Cazale a Al Pacino).

Siempre estuvo a caballo entre los circuitos independientes de los teatros de Nueva York (el off-Broadway) y el nuevo Hollywood conquistado por los jóvenes airados. En 1976, Cazale está inmerso en los ensayos de la obra Medida por medida. «He conocido a la mejor actriz del mundo», le dice entusiasmado a su amigo Pacino. Una exageración de encoñado, piensa este. La actriz en cuestión es una joven rubia, pálida, sensible, de apariencia frágil y etérea. Se ha currado todo Shakespeare en los parques y en pequeños teatros. Tiene talento y apunta maneras. Meryl Streep se quedó colgada por aquel actor catorce años mayor que ella. Admiraba tanto su genio interpretativo como su personalidad excepcional: «Era distinto. No he conocido a nadie como él. Destacaba su singularidad, su humanidad, la curiosidad que le despertaba la gente. Era compasivo», contó años después. Tímido y extremadamente sensible, sensual, amante de la buena música y de los chistes malos, de almuerzos demorados y sobremesas eternas con copa y puro; adicto a un trabajo que convirtió en una manera de estar en el mundo, observarlo, aprehenderlo y recrearlo en sus recovecos más húmedos y sórdidos. Su risa, sin embargo, era pura electricidad vivificante. No era guapo pero tenía un no sé qué irresistible para las mujeres. Fascinación. Inteligencia. Brasas negras en la mirada.

Pronto la pareja se convirtió en inseparable. Una historia común entre aquella farándula neoyorquina llegada de todas partes con los mismos sueños por estrenar y las decepciones esperando pacientemente detrás de cada esquina. Un piso en la calle Franklin. Vino joven, queso tierno y besos como túneles. Hablar horas y horas sobre una profesión convertida en una obsesión agradable, desmenuzándola en detalles mínimos hasta hacerla comprensible. Entender aquella tristeza silenciosa, fría y lenta como la nieve de Chéjov, volver a los mitos clásicos en un eterno retorno que no cesa sobre las tablas, y remover entre los desvencijados cajones del fondo de uno mismo para crear piel y sentimientos ajenos.

Dos jóvenes, en fin, aullándole a una luna a punto de reventar.

La última película

Permaneció fiel a lo que quería hacer. (Gene Hackman).

Y entre tanta pasión, una mancha de sangre escupida en el asfalto. Pruebas y el diagnóstico fatal. Cazale tenía un cáncer de pulmón. Estaba preparando su nueva película con el extravagante Michael Cimino y un grupo de actores soberbios entre los que se encontraban la propia Meryl, Cristopher Walken y Robert de Niro. El film relata la historia de unos jóvenes polacos reclutados para el matadero de Vietnam. El cazador es uno de los mejores retratos cinematográficos de una inocencia desvanecida entre billares, latas vacías de cerveza y la festiva «Can’t Take My Eyes Off You» cantada a grito atiplado. Un monumento fúnebre pero incólume a la amistad, la responsabilidad y el sacrificio. La encarnación de la lealtad será para siempre una ruleta rusa en el círculo de la locura de Saigón.

No fue un rodaje fácil. De Niro tuvo que asegurar de su propio bolsillo a Cazale porque el estudio quería prescindir de un actor sentenciado por el cáncer. Pese a todo, consiguió otra de sus magistrales interpretaciones con el destartalado Stanley, un inútil que en cada plano aporta un pespunte único ya sea besándose en el reflejo de la ventanilla del coche, persignándose en la iglesia o escrutando la bragueta bien abrochada. Con esfuerzo y acomodando el calendario de rodaje, Cazale logró rodar todas sus escenas, aunque no pudo ver el resultado último. Murió el 12 de marzo de 1978. Meryl Streep estaba allí. Estuvo allí hasta el final.

Con los años Streep se ha convertido en la actriz más oscarizada y en la portavoz de las causas nobles de la gauche divine de Hollywood. Cazale, que nunca consiguió estatuilla, revive su arte en cada proyección de los Padrinos, Tarde de perros y El cazador. En 2009, el Festival de Sundance presentó Descubriendo a John Cazale, en el que viejos amigos y jóvenes actores recuerdan a quien para el gran público es poco más que el rostro de Fredo. Allí están Pacino, De Niro, la propia Streep con sus filmografías repletas de faenas de aliño y trabajos alimenticios tal y como la vida ordena hablando de John. De su pasión por interpretar. De su fidelidad inquebrantable al oficio. De sobremesas demoradas y risas de pájaro loco.

Hablando de todo aquello que solo la juventud puede permitirse.

Al Pacino y John Cazale en El padrino: Parte II (1974). Imagen: Paramount Pictures.

 


Tutto sul cinema

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Foto: Antonello Nusca.

En la calle Monserrato de Roma, con ese nombre ya se imaginarán que es de origen español, en el número 107, a cien metros de las tumbas de los dos papas valencianos, los Borgia, al lado de un zapatero —y esto tiene su importancia, como veremos—, hay un local de puertas azules con un cartel en el cristal de Taxi Driver. Encima de la puerta pone «Hollywood», y en pequeño: «Tutto sul cinema». Todo sobre el cine. No se trata de una exageración. Aunque pudiera parecerlo al abrir la puerta y ver sus reducidas dimensiones. Es una tienda diminuta cuyas paredes parecen hechas de DVD; apenas se ve un centímetro de muro. Luego tiene una puerta con una misteriosa parte trasera, a la que nunca entré, donde debe de haber aún más cosas, aunque sea mucho más pequeña, porque de ella siempre sale Marco con lo que buscabas. En mi imaginación hay un pasadizo secreto que lleva a subterráneos con miles de películas escondidas y que termina entre decorados olvidados en los sótanos de Cinecittà.

Marco abrió esta tienda en 1983, vendiendo carteles de películas que los cines le daban o tiraban tras los estrenos. Luego siguió con fotos de escena originales, pósteres y películas. Era rockero —le puso a su hijo Angus, por el guitarrista de AC/DC—, un soñador, un espectador incansable, y decidió consagrar su vida al cine. Pero no haciendo cine, eso en Roma lo hace cualquiera —en una fiesta siempre conoces a alguien del cine, aunque no quieras, se te presentan contra tu voluntad—, sino atesorando cine para sus amantes, que es casi mejor y seguro que mucho más difícil.

Con el tiempo el Hollywood se ha convertido en un refugio nuclear contra la banalidad audiovisual, una especie de escondrijo de la resistencia. Hoy ya es difícil tener una conversación seria de cine, una conversación adulta. Con gente con la que se dé por sobreentendido que ha visto lo que hay que ver, o que al menos lo dé por sobreentendido simulando que lo ha visto, que es lo mínimo por vergüenza, que hoy ya ni vergüenza hay. Marco atiende a todo el mundo, claro, hasta a los que creen que una de superhéroes es una obra maestra o a telespectadores embrutecidos por sobredosis de series, pero reconoce a un miembro de la hermandad del cine en esa señora que busca una película, cree que francesa, que vio cuando era pequeña, en la que hay una escena en la que un perro hace no sé qué y luego pasa esto otro, aunque no está totalmente segura de esto otro. Sí, hombre, dice Marco satisfecho, estira el brazo y se la da.

En las paredes del Hollywood hay fotos firmadas de Woody Allen, o Michael Cimino, dedicadas a «My friend Marco», y le llama Scorsese por teléfono para pedirle carteles antiguos italianos. Los del otro Hollywood, el de verdad, digamos así, suelen ir rendidos a Roma, porque admiran el cine italiano, y, si van a Roma, van a la tienda de Marco.

Igual que entre ellos se recomiendan restaurantes, se aconsejan el videoclub. En el Hollywood hay dos tipos de clientes: los de siempre, y aquellos que pasaron un día y luego lo cuentan así: «Un día…». Un día entró Abel Ferrara, se quedó enganchado con la película que Marco tenía puesta en la pequeña tele del mostrador, una de detectives de William Wyler, y al final pidió una cerveza en el bar de al lado, el Perù, y se quedó a verla hasta el final. Un día entró Francis Ford Coppola y, charlando, Marco se atrevió a decirle, a él, cuál era su mejor película, la número 249 del catálogo del Hollywood, La conversación. Coppola le dio la razón, dijo que sí, que era su mejor película.

Hay una escena de La Grande Bellezza en la que el protagonista camina de madrugada por una bocacalle de Via Veneto y se cruza de repente con Fanny Ardant, que aparece en medio de la noche como un fantasma. Es una escena familiar para quien vive en Roma, y esto es lo que tiene esta película, que atrapa lo mágico cotidiano de esta ciudad, sumergida en una ensoñación parecida a la del cine. Desde fuera se puede pensar que este tipo de escenas de Sorrentino son una exageración estilística, pero no, es que es así. A mí me pasó con Liza Minelli; me la encontré de madrugada vagando por Roma. Te encuentras a esta gente por ahí. Tarde o temprano, a veces a deshoras, todos pasan por Roma, y el Hollywood forma parte de esa magia secreta. Una caja negra del cine mientras todo alrededor se desmorona.

Foto: Antonello Nusca.

Toda Roma es un lugar especial del cine, como Monument Valley en las películas de John Ford o las puertas en las de Lubitsch. Tiene como una propiedad física el estar mezclada con las películas; no solo acabas sabiendo la casa donde nació Alberto Sordi o Aldo Fabrizi, terminas por saber los lugares de las películas, el punto exacto donde disparan a Anna Magnani en Roma, città aperta, el rincón donde Umberto D. intenta enseñar a su perro a pedir limosna por la vergüenza de pedirla él, la casa del striptease de Sophia Loren ante Mastroianni, el primer piso de la autovía Tangenziale del que Fantozzi se descuelga para coger el autobús en marcha. Vives como en una película, porque ves una de los años cincuenta y ese lugar sigue siendo prácticamente igual. Luego te cruzas por la calle con Bertolucci o Nanni Moretti. Un amigo era vecino de Vittorio Gassman, de eso que te lo encuentras en el ascensor. Cerca del Hollywood vivió Tarkovski en su exilio romano. Giulietta Masina era clienta.

El Hollywood es un sitio que se conoce entre los actores y las actrices, directores, ayudantes de dirección, entendidos. Porque Marco sabe. Y, aún más, sabe quién sabe, porque conoce lo más íntimo de una persona, de la pasta de que están hechos sus sueños, como el halcón maltés: sabe las películas que has visto. Es decir, te tiene calado. Sabe que ese director nuevo hará cosas, porque tiene curiosidad, es humilde y vuelve fascinado al devolver Banditi a Orgosolo, por ejemplo. O sabe que no ha visto nada de Rossellini, y que por tanto se pasará toda su vida tanteando o equivocándose o pensando que está inventando algo nuevo hasta que lo vea. O sabe bien que ese día que estás pensativo y necesitas meterte algo te viene bien una de Truffaut. Yo iba a coger películas como al médico, para que me las recetara. De hecho, alquilé mi segunda casa en Roma allí al lado para poder tenerlo cerca. Y la primera, frente al lugar donde le roban la bicicleta al protagonista de Ladrón de bicicletas.

Para entrar en el club Marco te hace una tarjeta de socio vitalicia, que antes costaba cincuenta mil liras y aún guardo como un talismán. Sale el dibujo de Robert de Niro caminando con su chupa en la calle de cines porno. Te daba un taco de fotocopias con el listado de películas a la venta y en alquiler. Número uno, Scarface, de Howard Hawks. Están dispuestas en orden alfabético por directores y países. Había hasta una página de cine africano. Es veneno adictivo para un cinéfilo; en cuanto te lo entrega, sabes que estás perdido.

Aún sigue habiendo títulos en VHS, porque no existen en DVD, y como los clientes van perdiendo o rompiendo sus aparatos de vídeo, o ya ni tienen, pues ahora te llevas la cinta con un aparato que te deja él, todo junto. La gente lo hace, como si fuera una actividad artesanal o clandestina, porque si no, y esto aún es verdad hoy mismo, hay películas que no puedes ver. Marco también se ha ido adaptando a los tiempos, y tiene pedidos por internet; ya siempre te lo encuentras haciendo algún paquete para un cliente de Alemania o España. Los lunes por la mañana, que antes cerraba, se le podían dejar las películas al zapatero de al lado. Hacía una pila junto a las suelas y tacones. En agosto, cuando cerraba, te podías llevar todas las películas que quisieras y se las devolvías en septiembre, y te pegabas panzadas de Cassavetes, Ophüls o Fuller. En toda casa un poco decente de gente interesante de Roma veías una carátula de película del Hollywood junto a la tele, o en el mueble de la entrada.

Un día Marco bajaba de Monteverde con el motorino y nos cruzamos en Trastévere en un paso de cebra. Yo pasaba con mi hijo, que llevaba en la mano una caja de VHS del Hollywood que teníamos que devolver. Marco siempre le aconsejaba sobre las de vaqueros y las de guerra. Luego me habló de la impresión que le causó esa imagen. Creo que fue para él como ver en blanco y negro a un niño de Cartier-Bresson con una botella de vino bajo el brazo, o al pequeño Antoine Doinel, que al llegar a casa le pone velas a un altar de Balzac.

Quizá sintió que la antorcha había pasado a la siguiente generación, que educando la mirada de un niño en la belleza y la ternura del buen cine estás salvando el mundo, que un niño que sonríe con Chaplin seguro que será buena persona, y que tal vez su pequeña tienda era un lugar más importante de lo que él mismo creía.

Foto: Antonello Nusca.

¿Qué actor o actriz ha puesto más empeño en sabotear su carrera?

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Hay intérpretes que jamás ganarán un Óscar, pero no es algo que les preocupe lo más mínimo: han sabido encontrar un nicho y lo han explotado, ganando mucho dinero y unos cuantos fans. Es el caso de Steven Seagal, que ha logrado ganarse la admiración del mismísimo Putin —que no es alguien que vaya por la vida regalando cumplidos—, o del columnista de política internacional y anteriormente actor Chuck Norris. Nunca han caído en la frivolidad de tomarse en serio y su carrera artística no da bandazos, nadie puede asomarse a sus películas esperando otra cosa que lo que son. Nuestro respeto. Otros, en cambio, en algún momento han dado muestras de un gran talento para la actuación, han sabido escoger proyectos que se convertirían en obras maestras del cine... y luego se han echado a perder con auténtica saña, hacia sí mismos y hacia los incautos espectadores que acuden confiados a la taquilla pensando «si sale este, debe ser buena». ¿Por qué lo hacen? Es una de las grandes incógnitas de la ciencia, así que mientras esperamos la respuesta al menos distingamos cuáles son, para minimizar el daño. Así que voten y añadan si lo desean algún otro más a la lista.

(La caja de voto se encuentra al final del artículo)

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John Travolta

Imagen de Getty.
Imagen de Getty.

Mirando alguna foto de los últimos años de Travolta uno piensa en la escasa pericia con el Photoshop de quien le haya añadido eso en la cabeza, hasta que lo ves en otras imágenes y caes en la cuenta de que realmente lo lleva puesto, hay playmobils con el pelo más sedoso. Aunque probablemente cuando se mire en el espejo estará orgulloso del resultado, como lo está de su firme creencia en Xenu —el dictador de la Confederación Galáctica al que los terrícolas debemos nuestra existencia, de poseer un discreto Boeing 707 y, tal como sospechamos, también se sentirá satisfecho de su filmografía. En sus inicios la necesidad le obligó a interpretar papeles en películas buenas o al menos simpáticas, como Carrie o Grease, pero luego ya pudo hacer lo que realmente le gustaba: Austin Powers III, Campo de batalla: la Tierra, Phenomenon o Dos canguros muy maduros. ¿Cómo puede elegir tan rematadamente mal? ¿Es nuestro tormento alguna clase de ofrenda a su dios? Claro que hasta los más grandes maestros del despropósito tienen un desliz, que en su caso fue Pulp Fiction.

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Robert De Niro

Imagen de Universal Pictures.
Imagen de Universal Pictures.

El padrino II, Taxi Driver, Novecento, Érase una vez América, El cazador, Toro Salvaje, La misión, Uno de los nuestros, Casino, Heat... No hay otro actor en la historia del cine que pueda presentar un currículo con un nivel medio tan alto. Pero la buena estrella que le guió a la hora de escoger proyectos durante los setenta, ochenta y noventa dio paso a otra cosa cuando se le metió en la cabeza que tenía que hacer comedia y poner una y otra vez esa mueca que por algún motivo considera desternillante. Entonces llegaron Los padres de ella, Ahora los padres son ellos y, aún pendiente de su estreno, Dirty Grandpa.

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Eddie Murphy

Imagen de Paramount Pictures.
Imagen de Paramount Pictures.

Comenzó a principios de los ochenta siendo un monologuista malhablado e incorrecto en los temas que abordaba, de una manera que hoy día ya no sería posible bajo la vigilancia de unos medios de comunicación y redes sociales más susceptibles de escandalizarse que una señora victoriana de misa diaria. Pero el caso es que resultaba muy divertido, aquí un ejemplo. Por entonces se estrenó en la gran pantalla con Límite: 48 horas, todo un clásico del cine policíaco de los ochenta en la que tenía una fantástica química con Nick Nolte. Le siguieron otras cintas entretenidas y de cierta calidad y luego ya, entrados los noventa, esa clase de comedias que provocan al inicio cierta incomodidad en los espectadores, que termina derivando en abierta angustia y mirada extraviada en busca de la salida.

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Chris Rock

Imagen de Getty.
Imagen de Getty.

Aquí tenemos un caso similar, aunque aún más sangrante si cabe. Steven Pinker ha definido al biólogo Robert Trivers como «uno de los autores más destacados en la historia del pensamiento occidental» y este es, a su vez, un devoto admirador de Chris Rock, al que cita con frecuencia en su obra. Es un monologuista muy agudo, realmente brillante, y en YouTube hay múltiples ejemplos de ello: en este vídeo lo vemos por ejemplo hablando de la diferencia entre tener un trabajo y tener una carrera profesional. ¿Qué hizo cuando dio el salto al cine? Pues si dejamos a un lado Dogma, nos encontramos con La salchicha peleona, Zohan: licencia para peinar y De incompetente a presidente. De nuevo un misterioso desdoblamiento de alguien que tampoco parece forzado por la necesidad económica, dado su éxito previo. En la próxima entrega de los Óscar lo veremos como presentador, esperemos que encarnado en la primera versión.

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Christopher Lambert

Imagen de Columbia Pictures.
Imagen de Columbia Pictures.

Comenzó con Greystoke, la leyenda de Tarzán y Los Inmortales y a esta última le añadió cuatro continuaciones, cada cual peor que la anterior, en lo que probablemente es la peor saga de la historia. Tenemos por ahí a tanto artista posmoderno buscando con su obra la fealdad deliberada como forma de transgresión y este con menos alarde los barre a todos. Debía de ser curioso el mecanismo mental que permitió llevarlas a cabo: «eEsta nos ha salido mala de cojones... ¡Hagamos otra!». En fin, ahora parece que aún habrá una sexta que será un remake del original. También participó en Druidas, Mortal Kombat y Fortaleza infernal, así como Fortaleza infernal 2, que la primera no le salió suficientemente mala y hubo que repetirla. Está claro que su trayectoria es una cuestión de gustos, concretamente de carecer de ellos. Si bien ha estado casado con Diane Lane y Sophie Marceau, así que criterio y buen tino sí que tiene. Simplemente prefiere no aplicarlo en su vida profesional.

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Geena Davis

Imagen de 20th Century Fox.
Imagen de 20th Century Fox.

Su trayectoria tuvo un magnífico inicio que le llevó a ganar un Óscar por su papel en El turista accidental, pero del monumental desastre de La isla de las cabezas cortadas parece que ya no pudo recuperarse. Así que apareció en Stuart Little, en sus dos continuaciones, y en alguna otra producción que ha pasado desapercibida.

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Nicolas Cage

Imagen de Touchstone Pictures.
Imagen de Touchstone Pictures.

Sabíamos que este no podía faltar. En China hace poco más de dos años le concedieron un premio al Mejor Actor Global, podemos decir en consecuencia que encaja en los estándares chinos de calidad. No obstante prestigiosos críticos de otros lugares del mundo comparten ese diagnóstico, así que no seremos nosotros quienes lo cuestionemos ahora. Aunque tan bueno no debe ser si aparece junto a John Cusack (Con Air) y Travolta (Cara a cara).

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Renée Zellweger

Imagen de TriStar Pictures.
Imagen de TriStar Pictures.

Y hablando de Cara a cara, hay actores que sabotean sus carreras, otros además su cabellera, implantándose un pelo de no se sabe qué material, pero lo que ha hecho esta actriz es ir un paso más allá. La anterior cara ya no le valía y se ha puesto una que no es mejor ni peor, simplemente otra. Veremos si le sirve para prolongar una trayectoria en la que ya ha ganado un Óscar y dos Globos de Oro o no consigue que el público supere la sensación de extrañeza al contemplarla.

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John Cusack

Imagen de Warner Bros.
Imagen de Warner Bros.

Este actor se ganó cierta fama de intelectual gracias a películas como Medianoche en el jardín del bien y del mal, Cómo ser John Malkovich y Alta fidelidad, siendo además guionista de esta última. En Identidad ya aparecía junto a Ray Liotta —mala señal— y mientras tanto ya se ha encargado de dinamitar ese prestigio en Con Air y 2012.

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Sandra Bullock

Imagen de Warner Bros.
Imagen de Warner Bros.

Tiene el indudable mérito de haber ganado en un mismo año un Razzie y un Óscar, así que no podíamos dejarla fuera. Su filmografía ha tenido tal nivel que quienes en su momento recomendaban Gravity decían «pero Bullock está bien aquí», conscientes del efecto disuasorio de ese apellido.

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Ray Liotta

Imagen de Warner Bros.
Imagen de Warner Bros.

En Uno de los nuestros consiguió fijar en nuestras retinas su risueño personaje, pero desde entonces y con altibajos su brillo ha ido declinando. No hay proyecto al que le haga ascos por malo que a priori pueda ser, es que no se niega ni ante Uwe Boll, mientras que en Cerdos Salvajes aparecía acompañado precisamente de... John Travolta y Nicolas Cage. ¿Qué posibilidades con semejante trío tenía esa película de salir buena? Aquí un servidor no se ha atrevido a verla, pero si ha logrado ponerlos juntos entonces cabe deducir que estamos ante la tormenta perfecta del bodrio.

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Hola, no soy Matt Damon

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El drama de Jack Lamotta, y de quienes le rodearon, es que se escuchó demasiado a sí mismo. Imagen:
El drama de Jack Lamotta, y de quienes le rodearon, es que se escuchó demasiado a sí mismo. Imagen: United Artists.

No hay pensamiento más corriente que el de sentirse especial. La primera persona necesita de esa premisa interna para tirar. Como el personaje de Robert De Niro en Toro Salvaje (Martin Scorsese, 1980) frente al espejo recitando «soy el mejor». Como tu amigo que se decía «hoy ligas» antes de lanzarse a la calle.

Pero por muy enorme que sea el ego, la premisa no funciona plenamente si no recibe el feedback de una segunda persona. Alguien que corrobore con palabras o gestos esa «especialidad» que uno se ha adscrito. Luego están las terceras personas, que completan la fórmula mediante el suministro a las primeras de nuevas fuentes de conocimiento general. Nuevas perspectivas. Escuchar a las terceras personas de lejos (porque hacerlo directamente las convierte en segundas personas) permite abrir la mente. Un libro, un cuadro o un artículo puede parecerle absolutamente soberbio a quien lo pergeña. Pero serán los juicios de quienes le conocen, las segundas personas, y de aquellas con quienes no tiene vínculo personal, las terceras, los que determinarán la relación final entre autores y creaciones. De ahí el pánico del artista ante la crítica.

Estando en una sala de cine he accedido a dos de esas puertas-abre-mentes a raíz de observar/oír a terceras personas. La primera de estas puertas se presentó ante mí cuando estaba viendo Karate Kid, la genuina de 1984 (John G. Advinsen). En pleno desarrollo de la trama, una sesión de las cuatro de la tarde de un sábado de los ochenta, aprecié de pronto la figura de un espectador que se había puesto de pie en su butaca. Era un chaval cuya silueta remitía inequívocamente al tipo de lo que aquí en el sur denominábamos como «gitanillo». Morenísimo, delgadísimo, una estatuilla de Giacometti en movimiento rumba. Y en la pantalla, qué grandes eran entonces las pantallas, Ralph Macchio ponía en práctica las lecciones que le ha dado el señor Miyagi. La de pintar la cerca. El gitanillo lo hacía tan bien que al final resultaba imposible mirar la película. Uno observaba ensimismado al chaval ejecutar el perfecto giro de muñeca que exigía el profesor de la película. «No mires mí, mira valla», decía Miyagi a Dani-san. «Muñeca arriba, muñeca abajo». Yo no los miraba a ellos sino al espontáneo de al lado. Y su silueta, de pie en la butaca, predijo de forma maravillosa la icónica silueta-grulla que queda como (uno de tantos) emblemas de la emblemática Karate Kid. Y de esa experiencia uno aprendió para siempre que las fronteras entre lo real y lo narrado son permeables y permanentemente franqueables. Estaba rompiendo la edad de la inocencia, cuando se deja de creer en dioses y hadas, y el chaval me devolvió radicalmente a la evidencia de que la fantasía es de carne y hueso.

Como le sucediera a Tom Sawyer, Dani-san recibió lecciones morales de pintar la valla. Imagen: Columbia Pictures.
Como le sucediera a Tom Sawyer, Dani-san recibió lecciones morales de pintar la valla. Imagen: Columbia Pictures.

Recibí la otra revelación en el visionado de un film bien distinto al clásico de Dani-san, Miyagi y los Cobra Kai: uno de Wim Wenders. El fin de la violencia, titularon al artefacto, y pueden tomar como hecho inviolablemente objetivo que se trata de un bodrio sideral.

En esto que a mitad de la película se daba uno de esos silencios que pesan sobre la sala. Siendo el de Wenders un público poco dado a las palomitas y chucherías y siendo la obra un pestiño considerable, el silencio en cuestión era más silencioso que el silencio. Una soledad compartida por el grupo de incautos que habíamos comprado entradas para la infamia. Entonces alguien lo rompió, el dichoso silencio gravitacional, justo detrás:

—¿Es que nadie se daba cuenta, cuando hacían la película, de que estaba saliendo una puta mierda?

A partir de ahí, de semejante eco que retumbó con la gravedad de un requiebro de Stuart Saples, el film cambió. Quede claro que hasta el final del metraje el producto sigue siendo igual o peor de lamentable. Pero la pica introducida por esa frase, esa tercera persona, transformó la percepción general de la obra. A la siguiente línea de diálogo absurdo alguien respondió con una carcajada. Y esa risa fue diseminándose a modo de contagio entre todos los presentes. Como cuando en autobús escolar vomita un niño y se produce una reacción en cadena del que brota un océano de vómitos. Cada frase, cada gesto en la pantalla, cada tic afectado de Gabriel Byrne era asimilado con alborozo. Al final de El final de la violencia todos queríamos más. Si no fuese un público tan cultureta, habría roto a aplaudir. Hasta palomitas queríamos. Hubiéramos nominado a Wenders y esa tropa, incluida la bellísima Andie McDowell, a la comedia involuntaria del siglo. Salimos felices de la sala. Y de esa frase de una tercera persona aprendimos la subjetividad de calidades y propiedades. Que la porquería también puede ser excelente.

Mark Wahlberg en El incidente; el pero-qué-coño hecho arte. Imagen: 20th Century-Fox.
Mark Wahlberg en El incidente; el pero-qué-coño hecho arte. Imagen: 20th Century-Fox.

El gesto de la foto lo dice todo. Se trata quizás de uno de los aciertos de casting definitivos de la última década. El bueno de Mark Wahlberg, uno de esos profesionales por los que uno acaba sintiendo simpatía de lo mucho que se ponen a caldo sus cualidades actorales, clava el desconcierto, el asombro, la incredulidad. Su cara, ahí, es un «¿pero qué coño?» en caracteres gigantes. El plano pertenece a El incidente y en la cara de Wahlberg asoma transparente ese pensamiento en pleno rodaje. Wahlberg sí se estaba dando cuenta de que estaban haciendo una puta mierda. Prestigiado como Wenders por el prurito de cineasta-autor, el director M. Night Shyamalan había intentado aquí otra de miedo.

El incidente es tan mala que requiere de un segundo visionado, con el paciente espectador desactivado ya del elemento «pero qué coño» que sobrevuela, recorre e impregna la totalidad del sufriente metraje al primer contacto. Es la segunda vez cuando emerge con estruendo la comedia involuntaria. Y el espectador disfrutará, como gorrino en charca, de cada escena de la estúpida y trandescendalista trama de un mundo que se está convirtiendo en apocalíptico porque se han rebelado las plantas. Y es que como cada gran bodrio, y aquí es inevitable referir a Terrence Malick, El incidente trae mensaje. De cómo la naturaleza devuelve al hombre sus afrentas. Como si no fuera del todo evidente que esa pelea la empezó ella, la naturaleza. Que ya lo documentaron las mitólogos griegos. En lo de aniquilar especies, la especie humana es una parte modesta. Cabría laurearla, como mucho, por no terminar de convertir a Shyalaman en un director aclamado.

La importancia del juicio ajeno sobresale cuando la primera persona está dándolo todo ante el público y las segundas no le advierten de que hace el ridículo. El resultado es catastrófico. Un ejemplo fehaciente, de nuevo en la ficción, lo tenemos en Boogie Nights (Paul Thomas Anderson, 1997), cuando al protagonista, ¡Mark Wahlberg!, le sobrevienen delirios de grandeza y decide que su talento para el porno tendrá equivalente en el universo musical. Pero mejor que leer, disfruten la escena:

Ah, esas guitarras Flying V. Después Paul Thomas Anderson se creyó brillante y los elogios por Magnolia, su fotocopia de las Vidas Cruzadas de Robert Altman, no hicieron sino direccionar aún peor lo que podría haber sido una formidable carrera de director pop. Lamentándolo de veras, el currículo de Anderson lo resumiríamos en que no-Wahlberg/no-party. Aunque admitiremos el ramalazo de comedia involuntaria que dignifica a su película sobre los pozos del petróleo. Todo gracias a su protagonista, un Daniel Day-Lewis de cuya escultura resulta difícil no reírse.

Este hombre empezó deslumbrando a las audiencias interpretando a un pintor que pintaba con los pies. A continuación corrió las praderas a lo Gareth Bale haciendo de último mohicano (y gracias a Dios que fue el último). Después epató a más público aún con su aclamado papel de película-basada-en-hechos-reales-de-sobremesa-de-Antena 3 de En el nombre del padre (Jim Sheridan, 1993). Luego hizo una de boxeo antes de retirarse, dicho por él, para cultivar el noble arte de la zapatería tradicional en Italia. Pero acabó volviendo a las pantallas para Gangs of New York (Scorsese, 2002) donde era un hombre muy cruel que, a causa de sus desmesurados bigotes (parecía Bonnie Prince Billy) y del hecho de que esa crueldad era tan real que no había quien se la creyera, no pudo sino abocar a la risa del respetable. Y más tarde apareció en la que he dicho de los pozos (Pozos de Ambición, 2007) de Anderson con el mismo bigote. Su presencia condenó a la película a la condición de comedia involuntaria.

Day-Lewis, zapatero frustrado y asiduo de la comedia involuntaria. Imagen: Paramount Pictures.
Day-Lewis, zapatero frustrado y asiduo de la comedia involuntaria. Imagen: Paramount Pictures.

En Gangs of New York Day-Lewis compartió cartel con Leonardo DiCaprio, quien podría ser considerado como maestro de la comedia involuntaria moderna porque aporta en lugar de estropear. La cosa empezó de inmediato con aquella vibrante aparición en A quién ama Gilbert Grape (Lasse Hallström, 1993), haciendo de convincente disminuido psíquico, lo cual tuvo todo el mérito del mundo si se tiene en cuenta que su compañero de reparto era Johnny Depp. DiCaprio, con sus tics de discapacitado, consiguió que Depp pareciese listo. Desde entonces, la virtud de Leo ha sido la de enriquecer aquellas películas que, no pretendiendo ser humorísticas, adquirieron tintes de risa en virtud de las interpretaciones del actor. Porque probablemente El Lobo de Wall Street (Scorsese, 2013) hubiera contenido un poso más crítico, como para que el espectador mirase con asco la competición de lanzar enanos a modo de bolos, de no estar ahí un DiCaprio en sublimación cómica. O desde luego alguien podría haberse tomado en serio Infiltrados (Scorsese, 2006) de haber en ella un actor diferente a DiCaprio. Bueno, y alguien diferente a Jack Nicholson. Ah sí, y otro protagonista en lugar de Matt Damon.

Supongo que era inevitable llegar a Matt Damon.

En Infiltrados Damon carga con el peso de un típico escenario hitchcockiano. El espectador conoce una información —en este caso su condición de criminal infiltrado en la policía que los demás personajes de la trama ignoran. Y ahí se dispone el suspense. Lo asombroso es lo rematadamente mal que lo hace Damon, lo que canta su impostura. Lo inverosímil es cómo la policía no repara en que Damon es un topo. Así que viendo la película se impone que alguien le dé al pause para que algún espectador proclame: «¿es que nadie se daba cuenta, cuando hacían la películ…?».

Al parecer, no. La película ganó un Óscar y todo. La academia pasó por alto el pequeño fallo de miscasting (dícese cuando los que seleccionan el reparto eligen a alguien inadecuado para determinado papel, como cada vez que John Malkovich aparecía en pantalla para arruinar la película de marras) cometido con Damon y premió al fin al tantas veces aspirante Scorsese. Probablemente cuando menos lo merecía, como cuando Al Pacino ganó su único Oscar por hacer de ciego involuntariamente cómico en Esencia de Mujer (Martin Brest, 1992).

Hola, no soy Matt Damon. Imagen: Warner Bros. Pictures.
Hola, no soy Matt Damon. Imagen: Warner Bros. Pictures.

Lo grave es que Damon era reincidente. Ya hizo exactamente el mismo papel, con idéntico ridículo en pantalla, en El talento de Mr. Ripley (Anthony Mingella, 1999, en su última película, no sorprendentemente) donde hasta un apampladísimo Philip Seymour Hoffman (he aquí un señor actor que siempre estaba bien) se coscaba del fraude damoniano. Y no acaba ahí la cadena, aún hay más. En la trilogía de la banda de Danny Ocean (Steven Soderbergh, 2001, 2004 y 2007) a los por lo demás avispadísimos George Clooney y Brad Pitt no se les ocurría en sus planes milimétricos y corales otra función para Damon que la de impostar, hacerse pasar por otro. Y así, cuando Damon era descubierto, se desbarataban los planes.

Y de este modo iba haciendo sus papeles Matt Damon: diciéndole al resto del mundo que él no era Matt Damon. Como la famosa frase de Chevy Chase en su noticiero-gag de Saturday Night Live: «Hola, soy Chevy Chase y usted no lo es». Una salida que Emilio Aragón fusilaría sin rubor en su Ni en vivo ni en directo de los años ochenta. Pues bueno, Damon era eso en las películas, pero al revés: «Hola, no soy Matt Damon», parecía decirle a toda persona que se le cruzaba, con su jeta de Matt Damon. No en vano hizo fama con su personaje de la saga del mito de Bourne donde interpreta, en genial requiebro de casting, a ¡un amnésico!

Y es por eso, por la manía de fingir tan rematadamente mal, que al principio de su carrera a Damon lo buscaban desesperadamente como soldado Ryan y a estas alturas de la misma han acabado por dejarlo tirado en Marte. Con todo merecimiento.

Cuenta la leyenda que Johnny Drama no pasó la audición para el papel de Johnny Drama. Imagen: HBO.
Cuenta la leyenda que Johnny Drama no pasó la audición para el papel de Johnny Drama. Imagen: HBO.

Escribió Coetzee a través de su protagonista de Desgracia (precioso título, lo sé) que la inversión de papeles, el hombre esperando a la mujer con la comida cocinada, es el motor de la comedia burguesa. Como si una canción festiva tiene una letra que proclama la inexistencia de Dios. Antes de que Michael Keaton autoparodiara su carrera haciendo de actor irremisiblemente condenado por el papel de superhéroe que le hiciera famoso (Birdman, Alejandro Gómez Iñárritu 2014 versus Batman y Batman Returns, Tim Burton 1989 y 1992), el gran Kevin Dillon hizo lo propio con su papel en la simpar serie The Entourage (El séquito). En la tercera temporada de la misma, Dillon (esto es, Johnny Drama Chase) ha conseguido por fin un trabajo con emisión prime-time a través de un papel protagonista en una serie que dirige Edward Burns. Cuando se estrena la misma, la crítica despedaza el producto en general y se ensaña con él en particular. «Decidí quitarle una estrella de mi crítica en cuanto apareció John Chase», escribieron en el periódico de su barrio de Queens (la reseña en cuestión se cerró con…. cero estrellas). Tras esa recepción demoledora, el público adora la serie y las apariciones de Drama acumulan los mayores shares de audiencia. Con su beso el público despierta a Drama del envenenamiento que le indujo la crítica. Y Kevin Dillon, con su doble condición de secundario porque siempre fue el hermano-de-Matt-Dillon como en El séquito es el hermano-del-famoso-actor-Vincent Chase, disfrutó al fin de sus minutos de gloria en virtud de lo popular y celebrada que fue una serie de la que acabaría produciéndose una muy digna versión cinematográfica.

Dicen que las andanzas de Vincent Chase en El séquito se inspiran en la carrera de, tachán-tachán… Mark Wahlberg. El bueno de Mark fue productor ejecutivo de la misma. Pero coincidirán conmigo en que es la figura de Johnny Drama la que más se asemeja a lo que ha ido siendo el desempeño de un Wahlberg que ha sido sistemáticamente ridiculizado por la crítica especializada cada vez que ha hecho una nueva película. A veces recibiendo collejas cuando ni siquiera era el destinatario original de la burla en cuestión, como cuando Kevin Smith le metió con saña en una de sus diatribas contra Tim Burton. Sí, el de los primeros Batman de los cuales emanaron las ideas para fabricar Birdman copiando la materia de la se hizo Johnny Drama. Al final todo empieza donde termina, en modo circular. Como las familias.

¿La conclusión para cerrar este artículo? Sin duda debe referirse al miembro viril que luce Wahlberg al final de Boogie Nights. La envidia de pene, en versión masculina, motivó la inquina, el haterismo, que ha padecido Mark durante su carrera. Y eso que, dicen, lo que vimos en la pantalla era una prótesis.

—¿Es que nadie se dio cuenta, cuando rodaban, de que se notaba?

Esa escena, con la prótesis, engloba todos los engaños: el que se hace el actor a sí mismo para engañar a su vez a quienes le contemplan de cerca (las segundas personas) y al patio de butacas: las terceras. Así llegan algunos a creerse lo que no son. Como quien por tener un nombre exótico se creyó imbuido de magia y descubrió demasiado tarde que la magia se la daba otra persona.

El cine según TriBeCa

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La cantante y modelo neoyorquina Meredith O’Connor sobre la alfombra roja.
La cantante y modelo neoyorquina Meredith O’Connor sobre la alfombra roja.

Bajo tierra, en las entrañas de alguna montaña afgana, visualicen túneles artificiales y alfombras deshilachadas, un puñado de señores, todos ellos ataviados con turbante y luciendo barba de varios meses, si no de varios años, decide secuestrar cuatro aviones. Dos de ellos, no necesito recordárselo, se usan para desmoronar las torres gemelas. 2759 muertos. Pocos meses más tarde, el actor Robert De Niro, la productora Jane Rosenthal y su marido —y magnate inmobiliario— Craig Hatkoff fundan el Festival de Cine de TriBeCa con el autoproclamado objetivo de revitalizar el sur de Manhattan tras los atentados del 11 de septiembre. Recién concluida la decimoquinta edición, el balance no podría ser más positivo: 6739 películas presentadas a concurso, ciento un largometrajes seleccionados, setenta y dos cortos, veintitrés instalaciones de realidad virtual, cuarenta conferencias, tres millones de visitantes. Todo ello entreverado en un programa deliciosamente abrumador. El coste de oportunidad de cada decisión alcanza cotas absurdas. Es posible renunciar a una charla conmemorativa sobre Taxi Driver a cargo de Scorsese, Jodie Foster y el propio De Niro (cuarenta añitos ya: «¿Hablas conmigo?») a cambio de acudir a un encuentro con Francis Ford Coppola. Intuyo que el trueque merece la pena. Síganme.

El evento en cuestión tiene lugar en un teatro de Chelsea, un barrio al norte de TriBeCa, epicentro del festival que a su vez linda con el distrito financiero al sur y con Canal Street al norte —de hecho, el nombre de TriBeCa proviene de contraer las primeras sílabas de las palabras «Triangle Below Canal»—. Treinta y cinco minutos antes del comienzo ya hay decenas de personas agolpadas frente al edificio. Les hablo de personas con pases o credenciales, o que han logrado adquirir entradas durante la venta anticipada. Hacia la izquierda hay una segunda cola mucho más larga que la primera. Se trata de una multitud de rezagados que espera conseguir alguna de las entradas de última hora. En el interior hay aproximadamente treinta hileras de asientos. De ellas, unas cinco o seis filas, en torno al 20% de todo el teatro, se componen de «asientos reservados», rotulados con carteles de papel celeste plastificado. Los «asientos reservados» se llenan bastante rápido. Otro par de filas están formadas por «asientos reserva premium», con carteles de una tonalidad de azul marino que parece negro por culpa de la falta de luz. Sus ocupantes llegan pocos minutos antes del comienzo, o no llegan nunca. También se han apartado un 5% de asientos para minusválidos. Todos los asientos son de cuero, muy cómodos y espaciosos, con un único reposabrazos extraancho entre cada par de asientos y que sería a un reposabrazos ordinario lo que una persona uniceja es a otra persona con las cejas normalmente separadas. Coppola entra en la sala y el público aplaude a modo de saludo, mientras los afortunados poseedores de entradas de última hora siguen llenando a cuentagotas los «asientos reservados», los «asientos reserva premium» y, pese a la aparente ausencia de limitaciones psicomotrices de los recién llegados, los asientos para minusválidos que han quedado sin ocupar.

Francis Ford Coppola en TriBeCa.
Francis Ford Coppola en TriBeCa.

Coppola comienza hablando del proyecto en el que anda embarcado: una saga de películas sobre la historia de la televisión vista a través de una familia de origen italiano. «Muy al estilo de mi propia familia». Para ello, piensa servirse de una técnica que él mismo denomina «cine en directo». Su descripción hace pensar en una especie de obra teatral filmada con planos cinematográficos. El moderador la describe de esta forma y Coppola entra en una serie de contradicciones, explicando que por el momento es incapaz de aclarar los detalles porque aún se encuentra en fase de experimentación. «No puede haber progreso sin experimentación. Cuando los pioneros del cine decidieron realizar primeros planos se les tachó de atrevidos. O cuando se veía a un villano atando a una mujer a las vías del ferrocarril y luego se proyectaba un tren en marcha, insinuando que la mujer estaba en peligro inminente de muerte, también se consideró atrevido. En aquel entonces no era obvio que los espectadores fuesen a entender lo que estaba ocurriendo». Se sobreentiende que lo mismo podría suceder con su nuevo proyecto.

Coppola se expresa con el aplomo de los médicos que han pronunciado por enésima vez el mismo diagnóstico y saben perfectamente de lo que hablan. Es fascinante prestar atención a este visionario, que predijo la llegada del cine digital antes de que el común de los mortales supiese siquiera de la existencia de los ordenadores. Coppola asegura que pronto no habrá diferencia entre el cine y la televisión. «Muchas de las producciones televisivas de nuestro tiempo, como Los Soprano o Breaking Bad no son obras televisivas, sino cine». Y él está convencido de que los gigantes de internet acabarán controlando el cine. «Facebook va a necesitar contenidos en algún momento. Ver fotos de tus nietos [en las redes sociales] todo el día es muy aburrido. Así que van a necesitar producir contenido». Aunque no menciona ejemplos concretos, es imposible no pensar en Un viaje a la Isla Unicornio, una película producida por YouTube que se estrenó en febrero de 2016, a bombo y platillo, en el mismísimo Teatro Chino Grauman de Los Ángeles, cuna de clásicos como El mago de Oz o La guerra de las galaxias.

«Obviamente, todo esto va a acarrear tremendos cambios técnicos. Pero será solo una evolución, igual que ha habido evolución en el ámbito de las novelas». Jay McInerney, el escritor encargado de moderar el coloquio, intenta dárselas de listillo afirmando que, en esencia, la novela no ha experimentado grandes cambios técnicos en los últimos siglos. «Claro que sí», le replica Coppola, «El Quijote y las obras de Goethe son muy distintas a las novelas decimonónicas francesas, desde Rojo y Negro de Stendhal hasta las historias de Victor Hugo. Y sigue evolucionando. Pensemos en La broma infinita de Wallace». Definitivamente, Coppola no es únicamente director de cine, sino un intelectual del copón. Recuerden que Apocalypse Now nació de la obsesión de este italoamericano por El corazón de las tinieblas, la novela de Conrad. Y recuerden de paso, y si no lo recuerdan escuchen a Coppola rememorarlo, que «pese al éxito de El Padrino, nadie quiso financiar Apocalypse Now porque no era suficientemente comercial. Tuve que pedir un préstamo y endeudarme. Estuve muy enfadado con Hollywood durante una temporada. Una mañana incluso tomé todas mis estatuillas de los Óscar y las tiré por la ventana. Se estropearon mucho. Mi madre fue a recogerlas y unos días más tarde se presentó en la Academia pidiendo que se las sustituyesen por estatuillas nuevas. Dijo que las había dañado la criada… Por aquel entonces los estudios empezaron a mostrarse muy reacios con los directores que querían realizar proyectos demasiado personales. Por eso me metí en el negocio de las bodegas. Gracias a las bodegas no tengo que preocuparme por ser comercial».

Tom Hanks junto al cómico británico John Oliver.
Tom Hanks junto al cómico británico John Oliver.

Quien tampoco necesita preocuparse por ser comercial es Tom Hanks y, sin embargo, parece que hay pocos actores reconocidos con una trayectoria más fabulosamente comercial que la suya. Sus sesenta minutos «tribecanos» son un desfile de bromas guasonas, gesticulación exagerada e inagotables imitaciones de colegas de rodaje, colonos británicos del siglo XVIII y astronautas del Apolo 13. Su expresión favorita, o al menos la que repite en más ocasiones durante la charla, es «dar mil vueltas a algo». Por ejemplo: «Las malas experiencias le dan mil vueltas a las buenas. Analizar tus fracasos es doloroso, pero te ayuda a ser consciente de lo afortunado que eres cuando una peli funciona». O: «No me gusta contar historias sobre el presente. Los documentales le dan mil vueltas al cine en lo que respecta a eventos que están ocurriendo ahora mismo». Ah, y si Tom Hanks pudiese irse de cervezas con uno de sus personajes, no se lo pensaría dos veces: Charlie Wilson le da mil vueltas a cualquiera. El excongresista Wilson no solo era capaz de meterse desnudo en un jacuzzi de Las Vegas con dos strippers tras consumir cantidades ingentes de sustancias adictivas, sino que además pasó a la historia por mover la compleja madeja de hilos de la Operación Ciclón, a través de la cual la CIA reclutó y equipó durante más de una década a los muyahidines afganos. Si vuelven al comienzo de este artículo, fíjense lo que son las cosas, entenderán que el Festival de Cine de TriBeCa ni siquiera habría existido de no ser por la cabezonería de Charlie Wilson. O sea, yo estoy aquí, escribiendo, y ustedes ahí, leyendo, gracias al bueno de Charlie.

Tras una breve hora en presencia de Tom Hanks, no parece descabellado concluir que no se trata, o no primordialmente, al contrario que Coppola, de un intelectual, sino de un pedazo de actor que busca, ante todo, entretener a su público. Hanks es un show en sí mismo. Y no hay nada malo en eso, por supuesto. Al contrario: resulta tremendamente refrescante. Del mismo modo que resulta refrescante oír cómo se pasa el concepto de verosimilitud por el mismísimo forro. «La gente me pregunta si antes de rodar La milla verde investigué a fondo cómo eran los corredores de la muerte en la Louisiana de los años treinta. La respuesta es que no. Por lo visto los guardias no estaban equipados con la clase de armas que nosotros empleamos en la película. Pero para mí lo importante es establecer una cierta lógica que contribuya a la narración y luego respetar esa lógica, incluso si no es del todo verosímil».

El último trabajo de Hanks, Un holograma para el rey, se estrenó durante el propio festival. Basada en la novela homónima del norteamericano Dave Eggers, la película cuenta las peripecias de Alan Clay, un hombre de negocios divorciado que decide volar a Arabia Saudí con la esperanza de prestar servicios de telecomunicación a los miembros de la Casa de Saud, i. e. la familia real. Clay atraviesa una crisis existencial: problemas económicos, una exmujer belicosa y una hija asfixiada por el coste de la educación universitaria estadounidense. Todo de lo más monótono y carente de interés, en opinión de quien suscribe. Claro que quien suscribe se ha vuelto alérgico a la autoficción y detesta los relatos hueros en los que, al más puro estilo borgiano, un hombre es todos los hombres —en este caso, un hombre es igual que otros cientos de millones de hombres (divorciados)—.

A la espera de hologramas bidimensionales en los Cines Regal de Battery Park.
A la espera de hologramas bidimensionales en los Cines Regal de Battery Park.

Mucho más original es Mr. Church, el drama con el que Eddie Murphy regresa a la gran pantalla (y a las bien asfaltadas calles de TriBeCa) tras cuatro años de inadvertida ausencia y en el que interpreta a un educado cocinero que, por azares de la vida, acaba trabajando en casa de una presunta enferma terminal. O incluso King Cobra, un escalofriante recorrido por los inicios del adolescente Brent Corrigan en los desmanes de la industria pornográfica gay. Ahora bien, el largometraje más original de cuantos pude ver durante el festival (por supuesto, no alcancé a verlos todos) se titula El clásico y lo firma el director noruego-iraquí Halkawt Mustafa. El clásico cuenta la historia de otro Alan, también en plena crisis existencial. En este caso, la crisis en cuestión se debe a la oposición del comerciante Jalal a un posible matrimonio entre su hija Gona y el propio Alan II que, casi olvidaba mencionarlo, es enano. Bajo el lema «Dos hombres pequeños con grandes sueños», Alan II y su hermano mayor se embarcan en un peligrosísimo viaje entre Kurdistán y España con el objetivo de entregarle unos zapatos a Cristiano Ronaldo. Todo ello con la esperanza de que Jalal, fanático del Real Madrid, se quede embelesado con la hazaña y acceda a concederle la mano de su hija. Hilarante/emotiva.

Y hablando de diversión, y de emoción, y de gente pequeña, en la sección de cortos, compitiendo con actores de la talla de Meryl Streep (168 cm), Matthew Modine (192 cm) y Natalie Portman (160 cm), Danny DeVito (147 cm) presentó una comedia familiar (su hijo Jake es el productor y DeVito actúa en ella junto a su hija Lucy) titulada Curmudgeons, o Cascarrabias, cuyos protagonistas son dos ancianos gruñones, uno de ellos minusválido, que deciden casarse tras varias décadas de romance homosexual encubierto. («¡Ahora que es legal!»). Casi tan entrañable como El clásico.

Dicho esto, hay que aclarar que TriBeCa es mucho más que una retahíla de cortometrajes, largometrajes y celebridades hollywoodienses. De hecho, TriBeCa es al menos —puede que sobre todo— dos cosas más. En primer lugar, es un foro de discusión social sin parangón. Los espectadores y oyentes no van solo en busca de cine, sino que aprovechan la presencia de creadores y activistas para debatir, denunciar y explorar los límites de sus propias conciencias, ya sea como colofón a un documental sobre la Iglesia de la Cienciología a cargo del genial Louis Theroux o tras los estremecedores testimonios anti- y proabortistas que se engranan en Aborto: historias contadas por mujeres. Al final de este último trabajo, por cierto, media docena de mujeres entrevistadas durante el film hacen su aparición en la sala y toman la palabra junto a Tracy Droz Tragos, la directora. Una de ellas resulta ser una ferviente militante antiabortista que confiesa haber interrumpido tres (!) de sus embarazos antes de acabar plenamente convencida de que el aborto es una práctica repugnante e ilegítima y completamente anticristiana, y que la razón por la que se dio cuenta únicamente tras llevar a cabo sus propios abortos fue, al parecer, y apuesto a que Freud se lo habría pasado pipa con tamaña confesión, el haber descubierto unos años antes que su propia madre estuvo a punto de poner término al embarazo que le trajo a ella al mundo, embarazo que además de ser indeseado era fruto de una violación incestuosa que su difunta madre habría hecho lo imposible por ocultar a todo el mundo, excepto a sus propios padres, a su tía Emily, a algunas misteriosas vecinas y a su hermano pequeño Jack. (Durante la charla no queda claro cómo la militante antiabortista descubrió estos insólitos hechos, ni por qué dicho descubrimiento la había convertido en una de las típicas herreras con cuchara de palo que son tan triste y cansinamente abundantes entre las religiones de todo el planeta). Gracias a esta revelación, y a un oportunísimo exacerbamiento de su fe, la sujeta en cuestión intuye que ninguna mujer norteamericana debería tener derecho a abortar y se pasa la vida fomentando piquetes de lo más groseros y estrambóticos frente a las clínicas de Planned Parenthood. Recuerden que el susodicho tema vuelve a estar en el candelero del Tribunal Supremo norteamericano y que Estados Unidos es probablemente el país más conservador del mal llamado «mundo occidental». (Estoy obviando Polonia & Company, claro está).

Tras la proyección de Aborto: historias contadas por mujeres.
Tras la proyección de Aborto: historias contadas por mujeres.

Estados Unidos es, por añadidura, el país con el mayor gasto militar del mundo: 596 miles de millones de dólares en 2015, seguido por China (215 millones) y Arabia Saudí (87,2 millones). De esto, por supuesto, también queda constancia en TriBeCa, donde abundan las películas y documentales en torno a la guerra y sus consecuencias: Tiger Raid, sobre dos mercenarios norteamericanos extraviados en el caos de Irak del que Alan II será víctima en su afán por reunirse con Cristiano Ronaldo; National Bird, sobre las consecuencias humanas del controvertido programa de drones de las fuerzas aéreas estadounidenses; Do Not Resist, que aborda la creciente militarización de la policía; Tras la primavera, una elocuente mirada a la vida en el campo de refugiados sirios de Zaatari, en Jordania; o Shadow World, sobre la corrupción institucional/estatal en el opaco mundo del comercio de armas. Shadow World, por cierto, está basado en un prolijo estudio de quinientas páginas, que por intereses vitales y literarios devoré el año pasado, en el que su autor, el sudafricano Andrew Feinstein, arremete contra las prácticas «comerciales» de Estados Unidos, Reino Unido, Arabia Saudí y medio continente africano, entre otros. ¿Que si es mejor el libro o la película? ¿Conocen la anécdota que Hitchcock le contó a Truffaut en relación con las adaptaciones del papel al celuloide? Al parecer, en una ocasión el maestro del suspense le mencionó al enfant sauvage de la nouvelle vague una caricatura aparecida en The New Yorker en la que se veían dos cabras engullendo una pila de rollos de película mientras una de ellas le decía a su compañera lo siguiente: «En lo que a mí me concierne, me gustaba más el libro». Por desgracia, en este caso, y contrariamente a la película, el libro de Feinstein no viene acompañado de lúcidas lecturas a cargo del uruguayo Eduardo Galeano. De modo que es difícil pronunciarse.

En TriBeCa hay más preocupaciones bélicas de las que podría abordar en este artículo, pero sería imperdonable no mencionar La bomba, una instalación multimedia de 360º que pretende alertar a los espectadores sobre los peligros de un eventual holocausto nuclear. Además de la instalación en sí, situada en el Gotham Hall, el festival contó con un coloquio a cargo de acérrimos activistas antinucleares, entre los que se encontraba el actor Michael Douglas. (Descubrir que Douglas lleva toda su vida luchando por el desarme nuclear es uno de los hallazgos más curiosos de mi carrera, casi comparable a la noche en la que me encontré a Jude Law tomando cervezas en Coco Jambo, un garito arenoso en la ciudad congoleña de Goma, a la que Law había acudido con el loable propósito de participar en un concierto y reivindicar «un día de paz mundial»). En vista de todo lo anterior, y de lo mucho que omito, creo que no exagero un ápice al decir que TriBeCa se ha convertido en un foro de discusión social sin parangón. Imagínense la siguiente coincidencia: una tarde de sábado aparece en el festival el actor Michael Douglas, junto a otros defensores de su causa, abogando por la no proliferación y solicitando públicamente a los futuros candidatos presidenciales, «y parece que van a ser Trump y Hillary Clinton, con opiniones diametralmente opuestas», que se pronuncien claramente sobre su política nuclear. Apenas tres días después, en un discurso que acaba ocupando las portadas de todos los periódicos norteamericanos, Trump clarifica por primera vez, sin ambages, su posición al respecto, que puede resumirse de la siguiente forma: arremetidas contra Irán y Corea del Norte, críticas a la supuesta mano blanda de Obama y un claro compromiso por evitar la «atrofia» del arsenal nuclear estadounidense, «que necesita desesperadamente ser modernizado y renovado». (Todo lo contrario de lo que exige Michael Douglas). Llámenlo una coincidencia, si quieren.

Un asistente en la Galería Virtual de TriBeCa.
Un asistente en la Galería Virtual de TriBeCa.

La segunda (o enésima) razón por la que TriBeCa es mucho más que una retahíla de cortometrajes, largometrajes y celebridades hollywoodienses es que el festival lleva varios años apostando fuerte por una insólita combinación de cine y realidad virtual. Este año, la «Galería Virtual» contaba con veintitrés películas —la mayoría de ellas producciones de corta duración que oscilan entre los cinco y los quince minutos—. Uno se pone unas gafas Oculus Rift, HTC Vive o Samsung Gear VR, según la instalación, se arropa las orejas con ayuda de unos conspicuos auriculares y, de repente, se siente transportado a cientos o miles de kilómetros de la sala rectangular, teñida de tonos azules y violáceos por una treintena de focos halógenos colgando del techo, en la que en realidad se encuentra. Algunas instalaciones trasladan al visitante a la inaccesible franja de Gaza, otras le sitúan sobre un lago helado, bajo el mar, en el espacio estelar, en las calles de Brooklyn, a lomos de un dragón, en una celda de aislamiento o incluso en lo más recóndito de la selva. Y hay algo tremendamente perturbador en todo esto. Verán, no les estoy hablando de pantallas de 360º al estilo de La bomba, ni de imágenes tridimensionales, sino de sentir por períodos de entre cinco y quince minutos que uno se encuentra d-e v-e-r-d-a-d en Gaza, bajo el mar, en el espacio o en lo más recóndito de la selva. Y si la experiencia resulta tan perturbadora es porque, en cierta medida, de una forma tan palmaria como inverosímil, determinados aspectos de ella parecen más reales que la propia realidad. Incluso para alguien que ha pasado un año de su vida en la selva colombiana, como es mi caso, las selvas virtuales de TriBeCa se antojan más genuinas que las originales. Digamos que vivir en la selva colombiana fue en cierta medida menos real que visitar uno de los paisajes virtuales propuestos por los creadores de TriBeCa. O que las selvas de TriBeCa se parecen más a la imagen selvática que el mal llamado «ciudadano occidental» adquiere después de leer a Kipling, Márquez o Conrad.

Aquí es cuando las cosas empiezan a complicarse con problemas metafísicos irresolubles y con dilemas espeluznantes sobre el mundo que estamos construyendo. Coppola augura que las compañías de internet pronto estarán creando su propio contenido cinematográfico. (Muchas lo hacen ya). Contenido que aspirará no ya a controlar toda nuestra socialización a través de la red, sino todo nuestro tiempo de entretenimiento. En 2014, seguro que lo recuerdan, Facebook adquirió Oculus VR, uno de los mayores gigantes en el incipiente mundo virtual. Con Facebook convirtiéndose en la sexta compañía más valiosa del mundo y, según The Economist, en la droga más adictiva, con plataformas como Netflix, YouTube y Amazon desbancando de forma paulatina pero quizás imparable a los estudios tradicionales, y con el irrefrenable auge de tecnologías capaces de alejarnos de la sucia materialidad en la que andamos inmersos, me sorprendería que no acaben cumpliéndose las más temibles profecías de Foster Wallace y su embaucadora broma infinita. Algún día podremos consumir durante horas y horas un entretenimiento más veraz y placentero que el mejor polvo de sus vidas. De hecho, el auge de estas tecnologías es tal que en TriBeCa se rumoreaba que el próximo proyecto de Steven Spielberg será íntegramente virtual. Habrá que esperar a la decimosexta edición para comprobarlo. Entre tanto, les auguro un mundo virtualmente feliz.

Andrew Feinstein (derecha), Johan Grimonprez (centro) y un batiburrillo de sombras (fondo) en la presentación de Shadow World.
Andrew Feinstein (derecha), Johan Grimonprez (centro) y un batiburrillo de sombras (fondo) en la presentación de Shadow World.

Fotografía: Jose Serralvo

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La vida de Brian. Imagen: Cinema International Corporation.
La vida de Brian. Imagen: Cinema International Corporation.

Terry Jones, hablando sobre La vida de Brian, apuntaba que lo que parecía un chiste y al mismo tiempo daba auténtico miedo era la mala interpretación de las palabras de cierto hippie de Nazaret: «En realidad nuestra película no va sobre lo que Cristo estaba diciendo, sino sobre la gente que le seguía. Aquellos que durante los siguientes dos mil años se dedicaron a torturar y matar porque no acababan de ponerse de acuerdo respecto a lo que Jesús proclamaba sobre la paz y el amor». Y, curiosamente, en el caso de la comedia incombustible de los Monty Python el asunto suponía una pirueta doble: aquella película que no se reía de la religión sino de sus seguidores acabaría siendo acusada de blasfema y censurada durante décadas por esos mismos seguidores que llevaban años partiéndose la jeta al defender el mensaje de amar al prójimo.

Es cierto que el significado que le otorga el artista a su obra en ocasiones no se corresponde con lo que interpreta el espectador. En algunos casos la ideología real se encuentra en la esquina opuesta de lo que cree entender la audiencia y otras veces la interpretación del creador y la de su público se citan para salir a la calle a partirse la cara por no llegar a un consenso. Pero lo cierto es que si hay algo que fortalece el alma es creer firmemente que nuestro análisis es el correcto y que de repente venga alguien a decirnos que no tenemos ni puta idea.

Comedia romántica

(500) días juntos suponía el estreno en el largometraje —tras firmar un centenar de videoclips— de Marc Webb, y reunía en pantalla a un par de seres atractivos a varios niveles: Zooey Deschanel y Joseph Gordon-Levitt. Aquella ópera prima parecía una de tantas comedias románticas al uso pero acababa demostrándose mucho más inteligente de lo normal mimando hasta los pequeños detalles: el título, (500) days of Summer en su versión original, lucía unos paréntesis por su deseo de tener espíritu de canción pop y jugueteaba con el doble sentido porque la manic pixie dream girl de la historia se llamaba Summer. Y la puesta en escena se atrevía con decisiones estéticas tan arriesgadas como revolcarse en el color azul hasta el punto de utilizarlo como sustituto del rojo que habitualmente representa felicidad en las obras de ficción, una osadía cromática inspirada por los cielos veraniegos y el color de los ojos de Summer. Pero lo mejor de todo es que la obra de Webb nacía repudiando el romanticismo de la gran pantalla; para el realizador las comedias románticas eran recetas prefabricadas y se plantaban a varios kilómetros del espectro emocional que generan los altibajos de una relación. Por eso el objetivo de (500) días juntos era mostrar un idilio huyendo del sentimentalismo y cinismo habituales pero, y esto es importante, sin renunciar al hecho de que el enamoramiento pueda estar profundamente equivocado en sus cimientos.

Curiosamente, parte del público interpretaba la película como una aventura romántica donde el chico protagonista, Tom (Gordon-Levitt), se convertía en el gran damnificado del noviazgo con una chica egoísta cuando en realidad ocurría todo contrario: Tom era el único culpable de idealizar quinientos días de relación. Webb explicaba la clave de todo: «Summer es una visión inmadura de una mujer. Porque ella es la visión de Tom de una mujer. Él no llega a ver su complejidad y como consecuencia acaba con el corazón roto. A los ojos de Tom, Summer es la perfección, pero la perfección no tiene profundidad. Summer no es una chica, es una fase». Gordon-Levitt se mostraba asombrado de que ciertos espectadores interpretaran las acciones de su personaje como apasionadas y románticas cuando en realidad eran egoístas, preocupantes y estaban basadas en la idealización de una persona en lugar de en la persona real. Resultaba curioso que el mensaje real pasase inadvertido porque la película no solo separaba las expectativas de la realidad de manera literal en cierto momento, sino que también contenía un personaje (la hermana del protagonista) que se utilizaba para señalar lo erróneo de ese concepto de relación, e incluso el montaje se marcaba una revelación final a base de flashbacks que reubicaba recuerdos felices supuestamente emplazados en el hogar por anécdotas ocurridas entre el mobiliario de exposición del IKEA.

(500) días juntos. Imagen: Fox Searchlight Pictures.
(500) días juntos. Imagen: Fox Searchlight Pictures.

El graduado, aquella película de Mike Nichols que tomaba nota del concepto de milf antes de que Stifler y compañía sopesaran siquiera la posibilidad de ponerse cariñosos con la repostería, desembocaba en una fabulosa secuencia final que de manera errónea se recuerda popularmente como un final muy romántico. En dicho desenlace el protagonista, enamorado de la hija de la que fuera su amante madura, boicoteaba una boda para huir con la prometida tras pelear con los invitados y bloquear la ruta de escape con un crucifijo como quien huye de la típica horda zombi. Todo resultaba muy love conquers all hasta que la pareja fugada embarcaba entre risas de felicidad en un autobús con destino incierto. El penúltimo plano de la película resultaba maravilloso y rotundo: la joven pareja se acomodaba en los asientos traseros del bus contemplando por la ventana trasera el éxito de su huida, y una vez desaparecida la euforia inicial en sus rostros la expresión de felicidad comenzaba gradualmente a desaparecer para ser sustituida por un par de miradas perdidas. Aquellos geniales últimos segundos, con los personajes masticando la posibilidad de haber cometido el peor error de sus vidas, o sopesando la incertidumbre del futuro, mientras sonaba «The sound of silence» de Simon & Garfunkel era algo que de algún modo la mayor parte del público parecía haber olvidado a propósito.

Olvidate de mí, otro tipo de aventura romántica más fantástica y moderna, también cultivaba un público al que parecía que alguien le había pasado un neuralizador por los morros. La cinta finalizaba con los protagonistas retomando una relación que sabían fracasada de antemano, pero aun así al espectador le gustaba salir de la película creyendo que en realidad aquello era un desenlace que dejaba la puerta abierta hacia el final feliz.

Gangster’s paradise

La glorificación del villano es otro de esos asuntos que se pueden contemplar poniendo cara de haber tocado sin querer algo pegajoso y ajeno. En 1932 la película Scarface de Howard Hawks fue, junto a otras producciones, culpable de que se crease el famoso e infame Código Hays que, entre muchas otras cosas, prohibiría retratar como héroes a los criminales y delincuentes en la pantalla. Años más tarde, en 1983, Brian de Palma rodaba una nueva Scarface (El precio del poder en España) a partir de un guión de Oliver Stone, un largometraje sin concesiones que relataba el vertiginoso ascenso y la trágica caída posterior de un gánster cubano llamado Tony Montana (Al Pacino). La película convirtió al protagonista en leyenda entre un montón de chavales del gueto estadounidense que colgaban en sus paredes pósteres con la imagen del capo mafioso, insistían mucho en que la gente saludara a su amiguito y digerían montones de samplers de la película en la música que escuchaban porque lo de introducir la palabra de Tony Montana en las canciones de rap y hip-hop llegaría a convertirse en una tradición ineludible: los diálogos de El precio del poder serían sampleados en más de un centenar de canciones distintas. Y aunque tiene cierta lógica que los malotes de barrio admiren al personaje por su capacidad para escalar entre el poder y las montañas de cocaína, no acaba de resultar muy tranquilizador que la mayor parte de los fans parezcan haber olvidado que la segunda parte de la historia tiene al personaje poco menos que haciendo gárgaras con mierda y condenado a un destino trágico donde pierde familia y novia, asesina a sus amigos y no sobrevive a su hundimiento. De Palma pretendía retratar la caída en picado de un gánster y muchos convirtieron al perdedor en ídolo y mutaron la tragedia en éxito al interpretar que la idea importante era que el dinero y el poder molaban lo suyo.

Algo similar pasaba con El Padrino, una obra que generaba fans del concepto de familia mafiosa que no se paraban demasiado tiempo a meditar que en la película la gente acababa con el culo relleno de plomo, encontrando animales tristes e incompletos entre las sábanas o volviéndose paranoicos ante la amenaza de una bala visitando la nuca. Casino y Uno de los nuestros tampoco se librarían de tener a protagonistas moralmente repudiables convertidos en héroes por parte del auditorio. En el caso de Los Soprano el propio creador de la serie, David Chase, se sorprendería al descubrir que a pesar de escribir el personaje de Tony Soprano como un gánster asesino y antipático la gente optaba por, (tos tonta) ya saben (tos tonta), encumbrarlo como icono. Pero Chase se quedaría más pasmado cuando los fans le demandaron que el personaje muriese durante la última temporada: «Tony Soprano había sido el alter ego de la gente. Contemplaron alegremente cómo robaba, asesinaba, saqueaba, mentía y engañaba. Aplaudieron todo eso. Y de repente querían ver cómo se le castigaba por todo, querían “justicia”, querían sus sesos salpicando la pared. […] Para mí lo patético de todo esto era descubrir la fuerza con la que pedían su cabeza después de haberle aplaudido durante ocho años».

Durante una estancia en Sudamérica a Robert Davi, el actor que daba vida al villano de Con licencia para matar, un grupo de matones le invitó amablemente a reunirse con un importante capo de la droga porque este era fan fatal de su interpretación de un malvado narcotraficante en la película de James Bond. Oliver Stone planeó Asesinos natos como una sátira sobre la manera que tenían los medios y el público de dotar de falso glamur a la violencia y el morbo, pero al aterrizar en las salas el realizador contempló decepcionado que sus espectadores se dividían en dos grupos: los que veían la obra como una glorificación de la violencia y los que aplaudían los actos violentos. American psycho, al igual que la novela de Bret Easton Ellis en la que se basaba, también se dedicaba a condenar los actos salvajes, pero sus detractores aseguraban que el objetivo era ensalzarlos. El Tyler Durden antisistema de El club de la lucha sería reverenciado por un montón de críos que no parecían querer darse cuenta de que no solo era una alucinación psicótica, sino que además ocupaba el rol del malo de la película.

Taxi driver. Imagen: Columbia Pictures.
Taxi driver. Imagen: Columbia Pictures.

Taxi driver de Martin Scorsese tendría a su guionista, Paul Schrader, quejándose abiertamente de la imposición de la productora de reducir el tono racista del protagonista Travis Bickle (Robert De Niro). Aquella decisión había acabado facilitando que algunas personas encumbraran a la categoría de icono contracultural y rebelde a un personaje psicópata que originalmente había sido ideado como un racista bastante cortito. El engrandecimiento de aquella figura perversa provocó una peligrosa réplica en el mundo real cuando en 1981 un zumbado llamado John Hinckley Jr. decidió, de algún modo indescifrable, que para cortejar a la Jodie Foster que coprotagonizaba la película lo mejor y más romántico era intentar asesinar a Ronald Reagan porque en la película Travis Bickle planeaba matar a un candidato presidencial. Hinckley disparó seis veces contra Reagan, desgració la vida del jefe de prensa James S. Brady al dejarlo discapacitado (y treinta y tres años después las secuelas del disparo recibido acabarían costándole la vida) e hirió a otras tres personas incluyendo al propio presidente. Más adelante Hinckley declararía que la suya había sido la «mayor ofrenda de amor en la historia del mundo» y se mostraría ciertamente disgustado de que todo el asunto no hubiese acabado convenciendo a Foster de que él era el novio perfecto y lo de disparar a Reagan a bocajarro era una inusual pedida de mano.

En la historia de los villanos cinematográficos malinterpretados uno de los rumores más interesantes que es posible encontrar es aquel que asegura que Adolf Hitler disfrutó en su día de El gran dictador de Charles Chaplin, aquella película que hacía mofa de su bigote alemán años antes de que la gente aprendiese a ponerle subtítulos a las escenas de El hundimiento. Aunque la afirmación es colorida y tiene bastante gracia, también es algo que habría que sostener con un par de pinzas porque no hay registro de que Hitler demostrase entusiasmo alguno por la película pero sí que, a pesar de haberla prohibido en Alemania, está confirmado que la había visto como poco un par de veces.

Machos alfa

El 82 alumbró a un Rambo con la jeta de Sylvester Stallone y junto a él a la silueta del macho guerrillero que meaba testosterona y sudaba cerveza. El superhéroe ochentero ya había renunciado a la capa y las mangas para vestir músculos bañados en aceite y la incorporación de Rambo a esas filas supondría el triunfo del soldado como versión idealizada de la masculinidad, la reafirmación del action man de carne con una capacidad ofensiva similar a la de un país guerrillero de tamaño medio. Lo simpático es que Acorralado, la primera de las películas protagonizadas por Rambo, era un film nacido de un libro de David Morrell, que lucía un profundo tono antibelicista y presentaba a un Rambo incapaz de integrarse en la sociedad por culpa de tener el cerebro medio licuado tras sus vacaciones como prisionero de guerra. En la novela original el protagonista, a diferencia de la película, ni siquiera llegaba vivo al final. El propio Stallone definiría al personaje como un Frankenstein bélico, una máquina de guerra creada por una Norteamérica malvada, pero aun así la memoria colectiva encumbraría a Rambo como el soldado definitivo y los realizadores se encogerían de hombros y renunciarían a seguir la senda del mensaje antimilitar para centrarse en lo de agujerear enemigos a puñados: las secuelas (Rambo: acorralado - parte II, Rambo III y John Rambo) se fabricaron como descerebradas cintas de acción.

Apocalypse now también arrastraba una buena parte de su fama por el lugar equivocado. Puso de moda lo de repetir hasta la erosión ese «¡Me encanta el olor a napalm por las mañanas!» al hablar de victorias en batallas, pero en la pantalla el zumbado del teniente coronel Bill Kilgore lo que realmente decía era «¡Qué delicia oler napalm por la mañana!» y, aunque hablaba de éxito militar entre entrañas de vietnamitas y aromas de gasolina, su discurso tenía poco de épico o valiente y mucho del palique de un puto zumbado que arrasaba media selva con llamas porque tenía prisa por salir a surfear con la tabla. El Apocalypse now que proponía Francis Ford Coppola era también una película antibélica que optaba por contarse desde dentro de la misma guerra empuñando la ironía como arma. Los helicópteros reconvertidos en valquirias de hierro por la magia de Wagner protagonizaban, junto al teniente coronel Kilgore de nuevo, otra escena que serían recordada e imitada en infinidad de ocasiones por gente que no era del todo consciente de que alguien estaba intentando establecer un paralelismo con los nazis.

No has entendido nada

Alicia Silverstone en Fuera de onda y Lindsay Lohan en Chicas malas resultaron tremendamente populares entre el tipo de público del que hacían mofa y guasa: las chicas pijas que luchaban por la popularidad en los institutos americanos. La cinta protagonizada por Silverstone incluso ayudó a extender los estereotipos al propagar por todo el país el pseudodialecto, conocido como valleyspeak, del pijerío de la costa oeste norteamericana. Algunas asociaciones antiabortistas creyeron de manera bastante equivocada que Juno se situaba en su misma posición ideológica. Mike Judge ideó a Beavis and Butt-Head como una burla hacia los adolescentes cabezahuecas y fueron ellos los que acabaron siendo su público principal. El discurso que ofrecía Wall Street inspiró la carrera de un buen puñado de brokers y el propio Michael Douglas reconocía que aquello le entristecía bastante porque su personaje, Gordon Gekko, era en realidad el malo de la película. Unas cuantas voces muy tensas criticaron Leaving Las Vegas por (supuestamente) otorgar glamur al hecho de surfear melopeas extremas y uno se preguntaba si aquellas personas habían prestado atención a una película donde el objetivo central del protagonista era palmarla bebiendo.

Starship troopers. Imagen: Sony Pictures.
Starship Troopers. Imagen: Sony Pictures.

Lo de Starship troopers era portentoso: Paul Verhoeven agarró la novela de sci-fi original de Robert A. Heinlein que todo el mundo acusaba de ser fascista y extremadamente promilitar, se echó unas risas leyéndola y decidió convertirla en una peli de acción desmadrada que caricaturiza la idea del ejército que propone Heinlein hasta el absurdo (Verhoeven retrata el supuesto fascismo con uniformes a imagen y semejanza de aquellos que vestían en las filas de las SS). Y ocurre lo esperado: gran parte del público no se acaba de enterar de que el director se toma muy en serio lo de estar de broma.

Espectadores paranormales

El alucinante mundo de Norman (cuyo fabuloso título original es Paranorman) contiene un gag en su desenlace que vamos a spoilear vilmente a continuación: Sandra, la hermana choni del protagonista, se pasaba toda la película asiéndose las bragas ante la presencia de un potencial interés romántico con la silueta de un joven americano de peinado militar y masa muscular inversamente proporcional a la cerebral. Llegado el epílogo de la aventura, aquel chico que ejercía de involuntario objeto de deseo comentaba de manera casual, y totalmente ajeno al interés de la coprotagonista, que tenía novio. La broma fugaz se centraba en la cara de decepción de una chavala que había estado muy ocupada suspirando por alguien que ni siquiera paseaba por su misma acera, y aquella revelación sobre la sexualidad de un miembro del reparto no era una salida del armario porque el chico para empezar nunca había estado dentro del mismo, pero resultaba simpática porque pillaba por sorpresa también al público. Y esto último lo conseguía al retratar al chaval evitando los malos hábitos del cine hacia la homosexualidad: hasta ese momento las preferencias sexuales del personaje no se habían mencionado porque no tenían importancia alguna en la trama, y por otro lado el guion había evitado la imagen hollywoodiense del gay como alivio cómico que desparrama plumas, ese estereotipo sembrado durante años por decenas de guionistas heterosexuales escribiendo personajes homosexuales.

El alucinante mundo de Norman. Imagen: Focus Features.
El alucinante mundo de Norman. Imagen: Focus Features.

La escena en cuestión apenas dura un par de segundos y la palabra que se menciona («boyfriend» en el original, «mi chico» en la versión doblada) puede pasar fácilmente desapercibida para los espectadores. El diálogo no tiene ningún peso real en la trama y que el chico sea gay resulta tan importante como que sea rubio o más o menos alto, es simplemente una característica natural más de uno de los protagonistas que el guion decide utilizar para jugarle una broma a la chica. En realidad su orientación sexual no tiene ninguna importancia, o no debería tenerla hasta que apareció una audiencia popular bastante gilipollas y comenzó a protestar por la anécdota de haber incluido a un personaje homosexual en una película infantil: la lista en imdb de etiquetas aclaratorias sobre la película arranca con un «gay» que alguien, por alguna oscura razón, ha considerado como una keyword útil. Y tanto en los foros de la propia base de datos de películas como en los comentarios de la escena en YouTube hay un número importante de personas debatiendo si es adecuado que haya un chico con novio en el metraje.

Lo acojonante es que entre toda esa gente ofuscada por algo tan tonto nadie parece haber entendido nada, porque El alucinante mundo de Norman es una película bastante lúcida que se centra en dos ideas encomiables: por un lado el reconocer que no hay nada de malo en tener miedo, y por otro el entender que cualquier tipo de discriminación es un error. Y este último mensaje no solo es el más importante sino que desgraciadamente parece ser el más incomprendido: un montón de padres comulgan durante toda la película con la idea de que discriminar es un cáncer y justo al final, durante una escena irrelevante, acaban cagando demonios al sacar sus prejuicios chiflados ante la sexualidad de un personaje. El director de la película, Chris Butler, no ocultaba que sentía cierta pena con todo el revuelo del asunto: «Me parece extremadamente raro que la gente no llegue a ver de qué va la película. Muchos llegan a hablar felizmente sobre la tolerancia sin entender qué significa realmente. Es triste, muy triste. Pero por eso mismo son tan importantes estas decisiones en el cine».

Entretanto en esos foros de imdb un anónimo usuario bastante limitado berreaba que todo se trataba de una conspiración mediática para adiestrar a los niños en lo de aceptar la homosexualidad y otra persona escupía un discurso asombroso: «Soy progay, pero cosas como esta me dan escalofríos en una película para niños. No porque esté en contra de ello, sino porque siento que cuando una familia va a ver una película eso es lo único que quiere hacer y no tener que explicarles cosas a sus hijos». La réplica a ese mensaje por parte de otro usuario de dichos foros era un texto para imprimir y colgar en la pared con un marco dorado: «Vale, veamos: abuelas muertas en el salón, hablar con fallecidos, jugar con perros fantasma, slapstick a costa de un cadáver fresco, bullying, brujería, zombis, niños atrapados en un edificio en llamas, marabuntas intentando linchar a un crío, citas de cine de terror, insinuaciones y muchos chistes disimulados dirigidos a los adultos son cosas que crees que no tendrás que explicar a las criaturas más tarde pero, ¿de repente una punchline sobre un personaje que es gay te parece que es ir demasiado lejos?».

PJ Harvey: réplica a Telémaco

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PJ Harvey, 2004. Fotografía: Dave Mitchell (Plastic Jesus) (CC).

Casandra aullaba sobre las murallas, dedicada al horrible trabajo de dar a luz el porvenir. (Marguerite Yourcenar)

Tenemos al micrófono a una mujer muy joven que empuña una telecaster. Los rasgos de su cara son grandes como los de un ninot, y a pesar del pintalabios, los tacones y el vestido de lentejuelas doradas el conjunto de su imagen tiene cierta rebaba adolescente. Alguien del público la llama por su nombre. Ella responde con una sonrisa musculosa y masticatoria mientras araña las primeras iteraciones de un riff. Empieza: «Átate a mí, a nadie más». Está sola en el escenario. «No te has librado de mí», salmodia. Hace falta una determinación canina para resistir el horror vacui, un talento especial para que una canción como esta no se te atragante. No es que los acordes sean complejos o las notas vocales difíciles de alcanzar, pero hay que tener arrestos para vestirla bien: triturar los versos, encarnarla hasta las últimas consecuencias. Terminar a capella es la prueba definitiva de nervio y coraje.

El encantamiento que resulta es inestable: da la sensación de que la estás viendo caminar en la cuerda floja y se puede matar en cualquier momento, lo cual despierta admiración y morbo a partes iguales, pero la funambulista aguanta como una jabata y completa el paseo con aplomo. La respuesta del público está a la altura del sacramento que ha presenciado: PJ Harvey acaba de ofrecer una de las versiones canónicas de «Rid of Me» (la versión definitiva, como todo el mundo sabe, tuvo lugar en el Big Day Out de Sydney, ocho años después). Pero su intervención de esta noche todavía no ha terminado. En la breve entrevista que sigue a la función, Jay Leno le pregunta por la granja que gobiernan sus padres en Dorset. Una cosa lleva a otra y PJ termina contando en uno de los programas de mayor audiencia de Norteamérica cómo se aplica un torniquete para castrar un borrego.

Era 1993. Habría que verlo desde la perspectiva de entonces para comprobar si la impresión tiene algo de cómico o alienígena, si de verdad su aparición resultó tan incómoda, tan intempestiva como registraron los titulares de la prensa especializada. En resumen: una inglesita estrafalaria y pueblerina se pone toda trascendente para airear intimidades con su croon humeante. Lo de PJ Harvey da para una tesis doctoral sobre fundamentos gravesianos. Ha sido tomboy, hiperfémina, chamán y Befana, y en todas las encarnaciones ha mudado la piel antes de permitir que el icono se enfriara. Empezó conquistando plazas pequeñas con un atuendo funcional, de combatiente: chupa de cuero, botas de monte y el moño bien prieto en el cogote; después, los primeros noventa se contagiaron de la intensidad de sus paroxismos escénicos, la exuberancia de su máscara de geisha y la impertinencia fabulosa de su vello axilar. Sus modos desacomplejados fueron y siguen siendo una inspiración para unas y otros, prueba (otra más) de que en cuestiones de identidad lo mejor es no dejar que ciertos límites fragüen. En retrospectiva, vista desde una cultura popular que sirve la transgresión precocinada y a temperatura ambiente, la Polly Harvey de Dry y Rid of Me sigue siendo una rockstar muy poco convencional. Tímida a pesar de todo y frágil en apariencia la Gibson ES-335 color cereza parecía una señal de stop en sus manos, sus letras y su carisma desbordaron trasnochadas expectativas de Sofrosina y compostura hembral sin mellar el prestigio de su oficio. No es un logro que esté al alcance de cualquiera.

Cuando Polly se trasladó de Corscombe a Londres tenía veintiún años y una candidez rural muy genuina. La naturalidad con que escribió sobre sexo y su escabrosa periferia para sus dos primeros discos se debe, paradójicamente, a cierta falta de conciencia acerca de los tabúes relacionados con la verbalización de la libido femenina. Sus letras no reflejan el clásico anhelo modoso propio de una moza formal, sino un deseo que siempre parece urgente y a ratos entra en erupción. La de Reeling, por ejemplo, incluye una invitación a Robert De Niro para que tome asiento en su cara. En el segundo single de Dry se compara con las Sheela-na-gigs de la iconografía celta, mujeres de piedra que se abren la vulva con las manos para espantar demonios y malos espíritus. «50ft Queenie» es una algarada demencial acerca de una megalómana de quince metros de altura y apetitos proporcionales. «Me parece que es así de grande porque come muchos hombres, que son una buena fuente de proteínas», bromea en una entrevista. En otra menciona un bolo en el que los amplificadores estaban distribuidos de tal manera que Steve Vaughan, su bajista, le mandaba vibraciones «directas a la zona media» cada vez que pulsaba un la. Dice que fue una buena noche porque tocaron muchas canciones en la. Aunque no todas las veladas son tan satisfactorias, cantarle a una vagina mal lubricada le parecía igualmente divertido («Me dejas seca», dice en  «Dry»). Las fotografías incluidas en estos álbumes también generaron cierto revuelo por culpa de algunas desnudeces parciales y otros detalles que algunos tacharon de escatológicos o perturbadores. Harvey las consideraba completamente inofensivas y le costó creer que pudieran molestar a alguien.

PJ Harvey. Ilustración: Alejandro Basteiro.
PJ Harvey. Ilustración: Alejandro Basteiro.

Las impertinencias no se hicieron esperar mucho (un periodista de Puncture le preguntó si creía que tenía que desnudarse para triunfar en el mundo del espectáculo), pero ella jamás aceptó la etiqueta de súcubo o alborotadora que algunos insistían en colgarle. Educada en la voluptuosidad del blues, epígono con botas del espíritu de Woodstock, PJ entendía que el sexo era un elemento más de la biografía de un artista y por tanto consustancial a su trabajo, y en cualquier caso consideraba que el tono de sus canciones estaba lejos de ser escandaloso en comparación con algunas de las que Willie Dixon o Howlin’ Wolf habían grabado medio siglo atrás. Crear controversia no formaba parte de sus planes, ella se limitaba a hablar de temas que le importaban y hacer cosas que le apetecían. «A lo mejor es porque soy una mujer», dijo una vez con el mismo aire inocente con que inició a millones de norteamericanos en el arte de segar testículos. Como si no hubiera caído en que ahí podía descansar alguna diferencia.

Y no solo hay diferencia, sino que la ha habido (lo dice Mary Beard en su artículo «La voz pública de las mujeres») «desde el mismo momento en que tenemos pruebas por escrito de una cultura occidental». Esto es, desde Homero. Beard cita una escena de la Odisea en la que Penélope toma la palabra en su propia casa, que está invadida por los pretendientes que la cortejan durante la ausencia de Ulises, para pedirle a un bardo pelmazo que cambie el tema de sus canciones. Su hijo Telémaco, apenas un mocoso, la manda callar y le dice que vaya a ocuparse de sus tareas, porque hablar (el muthos, el habla pública y constructiva en oposición al cotilleo y la cháchara intrascendente) es cosa de hombres. Las mujeres griegas que se hacían oír en el espacio público eran consideradas ingobernables y andróginas, con toda la carga despectiva que pueden almacenar esas palabras según quién las pronuncie. Sus voces eran comparadas con el mugido de un animal. La superstición de que la voz femenina y por extensión los tonos agudos representan una infección del espacio público se ha perpetuado hasta nuestros días a través de una deriva histórica, social y cultural tan evidente que no es necesario detallarla aquí. El rechazo se vuelve todavía más visceral cuando una mujer osa utilizar su voz como vehículo de contenidos subversivos.

La historia de Casandra, registrada en las epopeyas de Homero y Virgilio, también alimenta la idea de que nuestra cultura es intolerante a la intervención de las mujeres en política y misógina desde la raíz. El dios Apolo concedió a Casandra el don de predecir el futuro, pero después de que ella le diera calabazas la maldijo para que nadie creyera una palabra suya. Lo hizo, atención, escupiéndole un salivazo en la boca. Los troyanos, incluida su familia, empezaron a tratar a Casandra de orate y no hacían ni puñetero caso de sus predicciones, ni siquiera cuando advirtió que la yegua que los griegos habían dejado en la puerta estaba preñada de catástrofe. La consecuente destrucción de Troya también desencadenó el final de Casandra, empezando por su violación y secuestro. No conviene olvidar que la caída en desgracia de un héroe de la mitología clásica rara vez obedece al azar. Hablando rápido y mal, Casandra fue castigada por lenguatera.

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La violación de Casandra, 1886, y San Jorge. Imágenes: DP.

El pintor inglés Solomon Joseph Solomon ofreció su visión de esta historia en el lienzo La violación de Casandra (sugiero que se acompañe la lectura de los siguientes párrafos con el corte 12 del disco Rid of Me de PJ Harvey, titulado «Me-Jane»). El cuadro de Solomon recrea el asalto de Ajax el Menor sobre la princesa de Troya, que hace un intento desesperado por no perder contacto con la efigie de Atenea para permanecer bajo su protección. La obra es espectacular, aunque algo disparatada desde el punto de vista de la física: tanto el asentamiento de los pies del soldado griego como el del brasero volcado de la parte inferior son deficientes. El escorzo del paño enganchado al pie de la estatua tampoco es muy verosímil. Pero lo más interesante de esta pintura es el contraste entre el físico de Ajax y su cara de pánfilo irredento. La pose se adelanta varias décadas al estereotipo superheroico de los comic-books americanos: el tórax erizado y el ángulo del puño derecho, junto con los pies mal anclados y el remolino de la capa, le dan ese aire clásico (ahora, no entonces) de Superman aparcado en gravedad cero. Su gesto, sin embargo, es de aburrimiento, como el de una mula que ha pasado el día allombando sacos de cemento. Sorprende esa distensión burocrática, casi oligofrénica, pero sobre todo ofende que la obra sirva para glorificar la anatomía masculina cuando sabemos que esta viñeta se resuelve con una violación. Curiosamente, la mise en scène se repite en otra obra principal de Solomon, que años después pintó un san Jorge en plena faena, rejoneando al dragón con la mano derecha mientras aúpa a una mujer, otra princesa, con la izquierda. A pesar del paralelismo, podría parecer que no hay lugar para una comparación moral entre los dos cuadros: en uno sale un héroe, en el otro un villano. San Jorge está rescatando a Sabra mientras que Ajax se dispone a abusar de Casandra en presencia de su diosa, pero os animo a observar la actitud idéntica de los dos supermachos y el papel de bulto transportable de ambas damiselas, y después a buscar similitudes entre uno y otro desenlace.

El riff de «Me-Jane», contundente y flexible como una fusta, es uno de los mejores que ha escrito PJ Harvey. El color tribal de la percusión y la voz que aparece por detrás del último estribillo son solo dos de muchos elementos memorables que adornan la canción. La letra relata los esfuerzos de una mujer doblada de dolores menstruales por mantener a raya a su correspondiente Tarzán, un Maciste sobreexcitado e incapaz de ensillar sus instintos. Mientras Tarzán se columpia («Aparta de ahí, ¿no ves que estoy sangrando?») Jane dibuja una línea en la arena: no intentes domarme como si fuera un animal. No soy un potro de gimnasia para que me saltes encima («Estoy intentando encontrarles sentido a tus gritos»). Hace tiempo que asocio el gesto de desconexión del Ajax de Solomon con la pesadez machuna del Tarzán de PJ Harvey, y ambos con la retribución de humildad debida a la mujer por una afrenta tan vieja como la palabra escrita (mínimo) y la responsabilidad que tienen músicos, escritores y artistas contemporáneos de hacer aportaciones cabales en favor de una narrativa popular más equilibrada. La Jane de PJ Harvey es un recordatorio muy eficaz de que la oposición activa es necesaria para que el privilegio se haga visible incluso ante los ojos de necios y tarzanes.

Desde algunos frentes se defiende que la militancia feminista no es cuestión de carné sino de conciencia, pero PJ Harvey siempre ha rechazado de forma explícita su adhesión. En consecuencia, hay gente que se ha sentido inspirada por su personaje y su obra para criticarla a continuación por sus palabras. Es interesante, sin embargo, considerar su aportación desde fuera del perímetro ideológico, como alfa de una generación de músicos en la que la visibilidad, como casi siempre, estaba muy cara para las mujeres. Ella fue el talento natural que cortó el nudo gordiano sin romper a sudar, la aspirante que se ganó el derecho a reinar sacando la espada de la piedra como si fuera un cuchillo hincado en un melón. «Prefiero hacer cosas en vez de pensar en ellas», decía durante aquellos primeros años. Con el paso del tiempo se ha convertido en una figura de culto, con una puesta en escena mucho más sobria y un discurso más sosegado, pero su muthos sigue siendo claro y preciso. Hace poco lo demostró recitando el poema Ningún hombre es una isla, de John Donne, como comentario personal a la salida del Reino Unido de la Unión Europea. A pesar de lo engañoso del contexto (caben muchos matices), no son tantas las oportunidades que tenemos de ver a una mujer siendo ovacionada por un statement de contenido político. El miasma sexista todavía es una realidad y las afecta a todas de una u otra forma, pero en el contexto de una industria especializada en banalizar todo lo que toca pocas voces demandan tanta atención y respeto del público como la de Polly Jean Harvey.

El genio más odiado de Hollywood

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Public Enemies, 2009. Fotografía: Universal Pictures.

Tienes en una habitación a James Cameron, Michael Bay y Michael Mann. Te dan una pistola con dos balas. ¿A quién disparas?... a Michael Mann. Dos veces. (Chiste hollywoodiense)

Mi obsesión con Michael Mann empezó cuando a finales de los ochenta alquilé en VHS Ladrón. Por aquel entonces yo no sabía nada de Miami vice, ni —por supuesto— de Manhunter pero como ya me había pasado con John Carpenter y Asalto a la comisaria del distrito 13 quedé seducido por aquel tipo que filmaba Los Ángeles como si fuera un pueblo del antiguo Oeste. No era solo el estilo, aunque era innegable su clase a la hora de visualizar una historia aparentemente tópica, sino ese enganche con el espectador a través de la odisea de un hombre solo. Esa fijación con la soledad, con la idea del Ulises moderno, es una constante en la carrera de Mann, quizás una extensión de su propia personalidad: uno de los tipos más odiados de Hollywood. Y uno de los más temidos.

No me andaré con líos: Mann empezó rodando documentales y lo hacía muy bien. Tardé años en poner las zarpas encima de sus piezas sobre el mayo del 68 (Insurrection) y el que seguía un viaje de diecisiete días por la Costa Este de Estados Unidos (17 days down the line). Vi ambas en una cinta de vídeo de terrible calidad por un inexplicable afán de completismo que solo he sentido con David Fincher y el mencionado Carpenter y que sin duda ha dañado mi frágil salud mental. También tardé un lustro en conseguir una buena copia de El torreón y celebré con champán la salida de una preciosa edición en Blu-ray de Manhunter.

A los cinéfilos es un filme que les resultará familiar, al resto le sonará a artilugio para hacer gimnasia, pero Manhunter es una obra maestra indiscutible. Con William Petersen al frente, Tom Noonan ejerciendo de uno de los asesinos en serie más brutales de la historia del cine y el fabuloso Brian Cox como Hannibal Lecter (sí, han leído bien, Hannibal Lecter), es difícil pensar en Seven, El silencio de los corderos o cualquier otro thriller psicológico que no haya bebido de este filme. Atmosférico hasta la médula, alérgico al ruido y con una tensión narrativa que crece desde la nada (en la película hay más silencios que en un monasterio budista), Manhunter es la quinta esencia del estilo Mann y el filme que le puso en el punto de mira de Hollywood. Antes había rodado otra película estupenda (a la que los años han sentado mal) llamada The jericho’s mile, sobre un tipo que debe decidir entre el atletismo y la cárcel y un par de cosas para la tele, que denotaban que el hombre sabía lo que hacía.

Curiosamente, entre Manhunter (1986) y su siguiente película, El último mohicano (1992), Mann pasa seis años haciendo todo tipo de cosas excepto cine. Es igualmente curioso que escoja para volver a la guerra de guerrillas una película que es —probablemente— uno de los mejores filmes de aventuras de la historia moderna del cine. Si con Manhunter había fracasado estrepitosamente en taquilla (quince millones de presupuesto, ocho en taquilla), con El último mohicano consiguió un triunfo sin paliativos (cuarenta millones de presupuesto, setenta y tres en taquilla solo en Estados Unidos). Daniel Day-Lewis, otro conocido sociópata funcional, encabezaba una producción épica donde desplegaba un sinfín de recursos estilísticos (del plano secuencia a la cámara en mano, usando a conciencia un paisaje majestuoso que contrasta con la oscuridad del relato) en un filme de una épica delicada, llena de apuntes morales, rodada con una finura que recuerda a la de maestros como King Vidor o Michael Curtiz: una película de aventuras que es en realidad una criatura de otra época, cuando la tierra aún olía a tierra.

Su siguiente película, en 1995, es Heat. Seguramente su gran aportación al séptimo arte y uno de las mejores thriller policiacos de la historia; un French Connection a gran escala, que funcionaba en realidad con el esqueleto de Ladrón pero con una ambición desmedida. La historia de un criminal metódico y perfeccionista enfrentado a su némesis: un policía obsesionado con la caza (que no con la presa) y cuyo único interés real reside en el ejercicio compulsivo de su profesión. Al Pacino y Robert De Niro se batían el cobre en un filme prodigioso, tenso y poderoso. Un inmenso juego del ratón y el gato, donde Pacino y De Niro (en sus dos últimos grandes papeles, aunque el primero también daría el do de pecho en El dilema) se cortejan y desafían con la certeza de que uno de ellos no llegará vivo al final del relato. La escena del tiroteo, probablemente la mejor de la historia del cine en su género, o la persecución final, que recuerda a la de aquel título de culto llamado Manhattan sur, son auténticas bofetadas en la cara del espectador al que Mann recuerda que solo hay un jefe y no es un tipo sentado en la oscuridad frente a una pantalla.

Pero a pesar de todo, de la articulación perfecta de los sets de acción, Heat tiene una parte íntima que recorre la naturaleza de sus protagonistas, hombres condenados a la soledad, una soledad que —aparentemente— han elegido. Val Kilmer confesando que «para mí el sol sale y se pone con ella»; De Niro en el balcón (preciosa noche americana) sincerándose con Amy Brenneman: «Estoy solo, pero no me siento solo»; o esa llegada del personaje de Pacino a su casa, con la cena fría en la mesa y su mujer visiblemente contrariada. Escenas de una profunda intensidad dramática que Mann consigue encajar en una narración que pasa del frenesí a la pausa sin que el espectador sienta la sacudida. Si uno observa el cuadro que se convirtió en musa del filme, Pacific (de Alex Colville), es fácil reconocer la afición del director a la hora de dibujar sus películas en gamas de color determinadas por sus personajes: Heat es azul, Ladrón era un negro mate y El último mohicano, roja y ocre.

Luego vino su otra gran película, El dilema, un filme imprescindible para entender el cine del realizador, capaz de convertir una simple conversación en una cafetería en algo parecido a un tiroteo. Escenas como la del solitario campo de entrenamiento donde un monumental Russell Crowe trata de mejorar su drive o la terrible charla en el despacho de la multinacional donde con un encuadre perverso podemos sentir la amenaza a nuestras espaldas, nos enseñan a un Mann que maneja el tempo como un francotirador. La pared en la que el personaje de Crowe acaba viendo a sus hijas jugar en un trapecio (un momento de una tristeza inenarrable) o el momento en que este mira al mar (otro recordatorio de la influencia del mencionado Colville más allá de Heat) son pruebas contundentes del talento de un director con más enemigos que el Tercer Reich.

Porque si algo identifica a Michael Mann es su fama de dictador en los rodajes, de psicópata con galones de comandante. En HBO aún recuerdan el infierno que fue colaborar con él en la serie Luck; Luis Tosar sonríe con la boca torcida cuando le preguntan por el realizador (trabajó con Mann en la estupendísima Miami Vice); su hija, Ami Mann, reconoce abiertamente que «mi padre es un tipo muy duro, especialmente en los rodajes»; Greg Nicotero, uno de sus mejores amigos en Hollywood me contó el chiste con el que arranca este artículo; Javier Bardem prefiere no comentar nada (se le pudo ver en Collateral) y uno de sus actores fetiche, afirmó —en un hilarante off the record— que «no hay ni un solo actor en Hollywood que no quiera trabajar con Michael Mann… excepto los que ya han trabajado con Michael Mann».

Para este nativo de Chicago, al que algunos periodistas rehúyen como la peste, las películas son lo primero, lo segundo y lo tercero y lo demás es solo ruido de fondo. Su penúltima gran película fue Collateral (con Tom Cruise ejerciendo de gemelo del personaje de De Niro en Heat: mismo traje, mismos zapatos, misma determinación) y el final de su célebre trilogía de Los Ángeles: Ladrón, Heat y Collateral. Luego firmó un divertimento sensacional llamado Miami Vice, una película discutible donde fondo y forma nunca llegaban a darse la mano (Enemigos públicos) y un último filme vibrante (Blackhat) pero con tanto tópico mal encajado que es difícil incluirlo en lo mejor de la filmografía de un auténtico genio.

Algunos creen que a los setenta y dos años el director ya ha dado lo mejor de sí mismo y que sus mejores momentos han quedado atrás y si bien es cierto que sus dos últimos filmes no han sido lo que sus seguidores esperaban de un tipo cuyo legendario mal genio solo es comparable a su brillantez como cineasta, dudar a estas alturas de Michael Mann es como pretender que el 25 de diciembre no es Navidad. Mann es —probablemente—un auténtico cabronazo pero ojalá todos los cabronazos fueran como él: los cinéfilos seríamos mucho más felices.


In memoriam: Jake LaMotta

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Jake LaMotta y Sugar Ray Robinson. Foto: Getty.

En el estreno de Toro Salvaje, la famosa película que Martin Scorsese había rodado en torno a su vida y carrera, Jake LaMotta se sentó en una butaca junto a su exmujer Vickie, que también aparecía retratada en el film. Abrumado por el brutal retrato que de él mismo se veía en la pantalla, y cuando la proyección todavía no había terminado, LaMotta se giró hacia Vickie y, con un susurro, le preguntó: «¿De verdad yo era así?». Vickie, sin inmutarse, respondió: «Eras aún peor». LaMotta tardó en asimilar lo que acababa de ver, pero al final cedió a la evidencia: «La película me hace quedar mal. Pero después me di cuenta de que contaba la verdad. Yo era así. Ahora ya no lo soy, pero entonces sí era así. Era un pedazo de cabrón».

A Scorsese, él mismo lo confesó, ni siquiera le interesaba el boxeo. «Jake quizá cree que la película trata sobre él, pero no. Es sobre una brutalidad que puede ocurrir en cualquier sitio: sobre el ring, en un dormitorio, o en una oficina». La idea de dirigir Toro Salvaje le había venido de Robert De Niro, quien leyó la autobiografía de LaMotta mientras trabajaba en el rodaje de El Padrino. El actor le habló del libro y de la fascinación que había sentido por el personaje de LaMotta. Scorsese compartió aquella fascinación, y en Toro Salvaje pretendía plasmar la historia de un hombre brutal y excesivo, pero no por el hombre en sí, sino por el concepto mismo de la violencia desatada y su origen. LaMotta, en efecto, parecía troquelado a propósito para construir un drama en torno suyo. «Es un hombre elemental», dijo Scorsese, y el propio boxeador rememoraba así sus años jóvenes: «Era un niñato, bueno para nada». Como individuo, LaMotta fue cuestionable y excesivo durante una buena parte de su vida; carismático siempre; simpático, franco, directo, y también agreste, difícil, veteado de defectos. Nunca intentó ocultar quién había sido, ni las máculas que salpicaban su trayectoria. El cine, que todo lo invade cuando la imaginación colectiva sucumbe a sus encantos, terminó de hacer casi imposible el poder desligar al deportista del personaje. Jake había participado de forma activa en la producción de la película; él mismo ayudó a entrenarse a De Niro, con quien disputó cientos de asaltos de entrenamiento, y de quien dijo que podría haber sido boxeador en otra vida. Se tomó con deportividad, aunque no sin saborear el vinagre de la verdad sobre sí mismo, el que sus actos, en especial los menos edificantes, quedasen inmortalizados en celuloide. No así, por cierto, su hermano Giuseppe LaMotta, «Joey», que demandó a la productora, disgustado con la descripción que el guion y Joe Pesci habían perfilado en torno a su figura. Pero Jake no desmintió nada ni trató de escapar de su propia sombra.

Giacobbe LaMotta, que así era su nombre completo, creció en Manhattan, en un edificio infestado de ratas: «Durante la infancia, la pobreza no te afecta, porque crees que el mundo entero es así». Y, lo que era peor, creció rodeado de violencia desde muy pequeño. Su padre, un frutero siciliano, le pegaba; a él, a su madre y a sus hermanos. En las calles no encontraba mucha más paz, así que pronto se adaptó a ley de la selva que imperaba en su barrio; cuando unos matones del colegio se metieron con él, terminó persiguiéndolos, picahielos en mano, dispuesto a demostrar que era más peligroso que cualquiera que pretendiese infundirle miedo. De ahí a la delincuencia juvenil, el camino fue como un tobogán engrasado. En una ocasión dejó inconsciente a un corredor de apuestas, golpeándolo con una tubería de plomo, para robarle el dinero. Sus andanzas terminaron llevándolo a un reformatorio donde, como algunos otros púgiles célebres, aprendió a boxear y consiguió canalizar sus energías hacia un camino más positivo, cuyo destino irremediable ya no era la cárcel, sino el triunfo deportivo. Eso sí, también como púgil tuvo sus momentos oscuros. En una ocasión, perdió un combate a propósito a cambio de dinero y de una oportunidad para disputar el título mundial. Investigado por las autoridades federativas, puesto que nadie se creyó aquella derrota, dijo que había perdido por culpa de una rotura de bazo que se había hecho mientras entrenaba. Fue inhabilitado durante varios meses y se le impuso una fuerte multa, mil dólares de la época, por haber peleado ocultando que padecía una lesión. Sin embargo, tiempo después, durante una vista ante la comisión del Congreso que investigaba los amaños en el boxeo, tuvo que reconocer por fin que había hecho un pacto con el conocido mafioso Frank «Blinky» Palermo y que había fingido sufrir un KO. Tampoco muy edificante fue aquella pelea en la que, deliberadamente, hizo lo posible por llenar de marcas el rostro de su rival, Tony Janiro, solo porque su mujer, de manera casual, había comentado que le parecía «guapo».

Su carrera como boxeador, pese a todo, fue brillante y épica. Juzgar al hombre es una cosa; juzgar al deportista, otra distinta. La música de Wagner no pierde estatura porque su autor fuese un individuo sin escrúpulos, ni las partidas de ajedrez de Alexander Alekhine son menos bellas porque el antiguo campeón mundial simpatizase con el repugnante partido nazi. Jake LaMotta, que durante sus últimas décadas reconoció que había sido un mal ejemplo en tantas cosas, fue otras veces un buen ejemplo, en especial sobre el cuadrilátero. Era un luchador, en el sentido literal y en el sentido metafórico del término. La leyenda, inexacta pero no por ello indigna, cuenta que nunca fue tumbado; en realidad, sí besó la lona más de una vez, pero eso no desmerece el espíritu combativo del «Toro del Bronx». Esa leyenda tenía un fundamento; LaMotta siempre atacaba, siempre lo daba todo, y aguantaba ráfagas de golpes que hubiesen tumbado a muchos otros hombres. Su pundonor competitivo era difícil de igualar. Hoy hablamos de Michael Jordan, de Rafael Nadal, y con razón, pero lo del Toro del Bronx estaba en otro nivel, y en ocasiones rayaba la insensatez suicida. Su antiguo entrenador, Al Silvani, dijo que LaMotta era más peligroso cuando estaba más metido en problemas: «Se quedaba arrinconado contra las cuerdas, hacía como que estaba inmóvil como una zarigüeya, y de repente, y esto no es una exageración, te lanzaba siete, ocho, nueve, diez ganchos de izquierda». Todos los boxeadores profesionales son duros, pero Jake LaMotta entraba en una categoría especial de dureza. De sus ciento seis combates, ganó ochenta y tres; perdió diecinueve, y solamente en cuatro de ellos no consiguió llegar a la campana final.

Más que por ninguna otra cosa, la historia lo recordará por su rivalidad con el que, para muchos, fue el mejor boxeador de todos los tiempos: Sugar Ray Robinson. Si rebuscan entre la prensa especializada, verán que en casi todas las listas de los más grandes púgiles de la historia, Robinson ocupa a menudo el primer lugar, eclipsando a colosos como el mismísimo Muhammad Ali. Pues bien, LaMotta y Robinson pelearon nada menos que seis veces, entre 1942 y 1951; el Toro del Bronx perdió cinco de ellas, pero pudo presumir de haber sido el primero en derrotar al divino Ray, que hasta ese momento había contado por victorias todos y cada uno de sus primeros cuarenta combates. De hecho, LaMotta fue el único boxeador capaz de ganar a Robinson cuando este se encontraba en su cénit. Con su modestia habitual, que esto sí lo tenía, LaMotta diría: «Tuve suerte de ganar aquella pelea», aunque no se olvidaba de recordar que, en otro de sus enfrentamientos, la decisión de los jueces, que le otorgaron a Robinson la victoria, le parecía más que discutible. Así era él: atribuía a «la suerte» su victoria sobre el más grande, y reclamaba para sí lo que en el historial contaba como derrota.

La guerra entre ambos púgiles fue una de las grandes rivalidades en cualquier deporte, pero no estuvo marcada por el rencor. Media docena de batallas entre dos hombres sobre el cuadrilátero son muchas batallas, pero ambos ironizaban al respecto, y con buen tono. Robinson dijo: «Nos enfrentamos tantas veces que estábamos a punto de casarnos. Pero, ya sabes, golpeabas al tipo con todo lo que tenías, y él reaccionaba comportándose como si estuvieses loco». LaMotta, con un evidente aunque divertido juego de palabras, también hizo su propio resumen: «Peleé tantas veces contra Sugar que me sorprende no haber terminado con diabetes». Y eso que el sexto y último enfrentamiento entre ambos terminaría siendo bautizado como «la masacre de San Valentín», debido al inhumano castigo que un agotado pero contumaz LaMotta soportó durante los asaltos finales, negándose a caer, como quien tuviese sobre sus hombros el destino del mundo entero. Parecía, como tantas otras veces, pero aún más, un hombre dispuesto a soportarlo todo sobre el cuadrilátero: «Peleaba como si estuviese metido en una jaula y su vida dependiera de ello», dijo de LaMotta el mítico entrenador Ray Arcel. Cuando el árbitro tuvo por fin el buen juicio de detener la pelea en el decimotercer asalto, el Toro hacía, más que nunca, honor a su sobrenombre. Era ya poco más que un saco de entrenamiento para Robinson, pero se mantenía en pie, para asombro (y, por qué no, espanto) de los espectadores. LaMotta perdió, pero sobrevivió: «Los tres boxeadores más duros a los que me he enfrentado han sido Sugar Ray Robinson, Sugar Ray Robinson y Sugar Ray Robinson». También Ray reconoció el espíritu de LaMotta: «Jake nunca paraba de venir hacia ti, nunca paraba de lanzar golpes, nunca paraba de hablar». En cualquier caso, y teniendo en cuenta que Robinson se retiró con ciento siete KO a su favor, Jake tenía motivos para sentirse satisfecho cuando recordaba que el mejor peso medio de la historia nunca lo mandó a dormir, ni siquiera durante aquel tremebundo 14 de febrero: «Pero Robinson nunca me tumbó, ¿verdad?». Sonreía de oreja a oreja siempre que lo recordaba.

LaMotta consiguió ceñirse el título de los pesos medios después de años batiéndose el cobre entre las doce cuerdas; se lo arrebató al francés Marcel Cerdan, quien, por cierto, nunca pudo disputar la revancha. Cuando Cerdan regresaba a Estados Unidos para volver a pelear contra LaMotta, el avión de Air France en que viajaba se estrelló contra una montaña de las islas Azores; los cuarenta y ocho ocupantes del aparato murieron. Hacia el final de su carrera, LaMotta dio el salto a la división de los semipesados con irregulares resultados, pero cabe hacer notar que nadie volvió a ganarle por KO después de que lo hubiese hecho Sugar Ray. Pero insisto, ningún cinturón de campeón alcanza para describir lo que LaMotta era sobre la lona: un gladiador.

Jake LaMotta ha muerto a los noventa y cinco años; muchos más, quizá, de los que él hubiese esperado durante su juventud. Era una de las últimas leyendas vivas de una era que ya suena a mitología clásica; la era del boxeo novelesco, de aquellas epopeyas deportivas y humanas en las que se confundían el cuadrilátero y la vida, de un boxeo que era literatura por escribir. Quizá se deba a la perspectiva del tiempo, pero aquellos púgiles, sus biografías, sus circunstancias, sus éxitos y fracasos, sus rivalidades, sus ascensos y sus hundimientos, se han convertido en metáforas y arquetipos, como sucede con las grandes novelas del pasado. El Toro del Bronx era bien consciente de la naturaleza poliédrica de su legado; de sus heroicidades, como de sus villanías; de sus logros, como de sus equivocaciones; del peso de sus orígenes y de su infancia sobre toda una existencia repleta de tormentas. La madurez, mejor o peor, alcanza a todos los que viven lo suficiente, y LaMotta, como ha empezado a hacer Mike Tyson después que él, empezó a mirarse en el espejo, o a mirar en el espejo aquello que aún quedaba de su pasado. De lo que aprendía sobre sí mismo nos hablaba a los demás. No fue un intelectual, ni un santo, pero había vivido mucho y con mucha intensidad, sus mensajes rara vez estaban vacíos; hay quien pasa por el mundo sin aprender las lecciones de lo vivido, y hay quien las aprende a fuerza de golpes, para después transmitirlas como mejor es capaz. En su vejez, escuchar a un hombre como LaMotta no hubiese tenido tanto sentido si hubiese sido un hombre perfecto. Merecía la pena escucharle precisamente porque había estado muy lejos de ser perfecto, y él lo sabía muy bien. Fue protagonista y testigo de una época fabulosa que otros hemos conocido en blanco y negro, o en tinta sobre papel, pero que él vivió en sus carnes, y nunca mejor dicho. Se ha ido, pero siempre nos quedará ver sus combates, y aprender la primera, y no sé si la más importante, de sus lecciones: no importa cuánto o cuán fuerte te golpeen, sino lo dispuesto que estás a no permitir que te tumben.

«Para ser un campeón, tienes que creer. Y no quiero decir “creer”. Quiero decir creer, creer, creer». Jake LaMotta, 1922-2017. Descanse en paz.

B/N

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Marcello Mastroianni y Anita Ekberg en La Dolce Vita, 1960. Imagen: CIFESA.

Yo creo que siempre me ha gustado mirar a los camareros o los pianos porque son en blanco y negro. A cualquiera de nosotros nos ponen en blanco y negro y parecemos alguien. Un actor, un artista, por supuesto un escritor, alguien que está pensando cosas interesantes. La imagen de golpe gana tiempo, sustancia, humanidad. En una palabra, clase. Hasta los que no la tenemos.

Parece mentira, pero el blanco y negro es muy natural. Más aún para quien padece acromatopsia y ya ve así, aunque no sé si es algo que existe solo en las enciclopedias. Yo nunca he conocido a nadie. En su caso, supongo que lo verá de otra forma, y me refiero a su opinión. Del mismo modo que si ahora todas las fotos fueran en blanco y negro probablemente el color tendría algo especial. Así fue en su momento, cuando apareció. Ahora estamos en lo contrario, porque el blanco y negro, lo que representaba fue desapareciendo. Lo blanco y negro ya no es viejo, sino eterno. Lo más increíble que ha hecho la humanidad es en blanco y negro, un astronauta en la Luna.

Como es eterno, es natural, decía. Si les pones películas en blanco y negro a los niños se las tragan sin rechistar. Es más, si les pones películas mudas y en blanco y negro, también. Luego pasa como mi hijo, que después de un buen rato me pregunta por qué la sandía que se está comiendo Charles Chaplin es gris. Podría también lanzarme a hacer elogios del cine mudo, pero lo vamos a dejar, ahí sí que no convences a la gente.

La niebla en color sale mal, no comparemos. Los días lluviosos, los paraguas, los caminos, los sombreros, son en blanco y negro. Es un registro de otoño, y no digamos de invierno. Porque el invierno es blanco y negro, como un árbol esquelético reflejado en un charco. El blanco y negro no es de esta época, siempre es de otra. Incluso si hoy, haciendo esas cosas que hace la gente, mandaras a alguien una foto que te acabas de hacer y fuera en blanco y negro parecería de un tiempo anterior, impreciso. El blanco y negro no es para las tonterías, no engaña y no le puedes engañar. Te envuelve de nostalgia.

París es evidentemente en blanco y negro. Como Nueva York. O el pueblo de uno. Los amigos de siempre son en blanco y negro, y en fotos muy contadas, porque antes no éramos tanto de hacernos fotos. Yo ya estoy en la raya, creo yo, de quienes tuvieron la infancia en blanco y negro, con merienda de pan y chocolate, o de Nocilla blanca y negra, en una España en blanco y negro. Con tricornios, boinas, el dominó en las mesas de mármol y bombón helado en los toros. Luego pasas las hojas del álbum y enseguida empiezan las fotos en color. No sé qué pasará a partir de ahora, y ya está pasando, cuando el blanco y negro no es algo que has vivido, que ni siquiera te han contado, porque no se puede contar, y no sé qué hago yo escribiendo esto, encima en blanco y negro. Supongo que se desprenderá cada vez más del presente y se está alejando en el tiempo como un tren en la noche.

El periódico era en blanco y negro, una cosa seria. Hubo gran resistencia al color en el oficio y entre los lectores, lo juro. Como que no iba a quedar bien, que no pegaba. Habríamos ganado algo, porque los políticos trajeados en blanco y negro siempre tenían un aspecto siniestro o de oficinista, no te podías fiar. Recuerdo que fumaban, eso estaba bien. Luego, en color, parecen todos de la primavera de El Corte Inglés o amigables como en una boda. En el blanco y negro se fuma, en color no, tampoco en la política en color. El humo siempre es en blanco y negro, incluso en el mundo real, se eleva en las conversaciones como un espíritu.

Tendré que decirlo, no hay más remedio, me lleva rondando la cabeza desde que he empezado: Bogart con un cigarrillo a la luz de la cerilla, Marlene Dietrich con un cigarrillo entre círculos de humo... Es así, piensas en blanco y negro y aparecen ellos. Groucho no podría ser en color, no hay bigotes en color. El cine negro es eso, negro. Puedes quedarte atontado viendo a Romy Schneider en una película francesa en la que no pasa nada, donde hablan de vaguedades, si es en blanco y negro. ¿Por qué ya no hay mujeres así? Quizá porque tampoco existen espectadores así. Yo, un banal tipo en color, jamás conseguiría ligármela. Te sientes como Joseph Cotten, encendiéndose un pitillo mientras ve cómo Alida Valli pasa de largo y se aleja, ni le mira, y él se pregunta qué es lo que hizo mal, qué falló, y tocas el misterio de la vida sentado a su lado en la puerta del cementerio de Viena.

Una vez una chica, más joven que yo, me dijo que le gustaba el cine, aunque no entendía mucho, y si le dejaba alguna película. Al día siguiente, casi con envidia de que fuera la primera vez que ella iba a verla, le llevé Sed de mal, pensando que quedaría hipnotizada una semana por el salvajismo de Orson Welles, porque ella era un poco transgresiva. Pero nada más tenerla entre las manos me la devolvió: ah, no, no, es que no veo películas en blanco y negro. Y era una chica con estudios, de buena familia. Le insistí tanto que la cogió, aunque nunca me la devolvió y no estoy nada seguro de que la viera. Estas cosas ocurren, desde hace tiempo hay chavales así. Y es verdad que en la tele nunca ponen nada en blanco y negro, así que debe de haber adultos así, tan estúpidos que solo creen en lo que ven.

Pero diré más: ¡el blanco y negro en el cine! Ir al cine y ver una película en blanco y negro. Es una experiencia tan rara y excepcional como un buen martini. Y tan maravillosa. La exposición a la pantalla en esas dimensiones y durante un tiempo prolongado, lo que dura la película, te va haciendo de blanco y negro en la butaca sin que te des cuenta. Cuando sales recobras poco a poco el color según te mezclas entre la gente, aunque te pueden quedar motas de ceniza en los cabellos, y si es de noche tardas más, paseando bajo la luz de la luna. Puedes llegar a casa en blanco y negro, dormirte soñando en blanco y negro, hasta que te levantas al día siguiente como si nada. Y te tomas un café con leche, que es un blanco y negro, para desayunar. Lo curioso es que no sale gris, sino marrón, el blanco y negro no se puede manipular, es así o no es. No hay nada que se coma de color gris, salvo la sandía de Chaplin. Aunque si me apuras, diría que el jamón es en blanco y negro.

Pero lo que es ver en una pantalla grande el bar de Rick, a Robert Mitchum con gabardina, a Frankenstein sentado en el río, a Anita Ekberg en la fontana de Trevi, a Janet Leigh en la ducha del motel, a los siete samuráis... El viento que da un portazo y nos deja a oscuras cuando John Wayne sale de la casa y se aleja hacia la pradera en Centauros del desierto, el final en blanco y negro de una película en color. Algunas de estas escenas las he visto en un cine, pero otras no, no lo he conseguido, solo me lo puedo imaginar. Aunque el blanco y negro se imagina bien, hay cosas, sensaciones, personas, que de forma natural entran en esa categoría, como el Guernica. Por ejemplo, Frank Sinatra canta en blanco y negro. Lou Reed o Tom Waits, el London Calling, la camiseta de los Ramones. El murmullo de Billie Holiday con una gardenia de nieve en el pelo. El sonido de las campanas es en blanco y negro. Como el ruido de las gaviotas en el puerto. Una despedida es en blanco y negro, las estaciones de tren o las piscinas vacías en noviembre. Un gato. Lo que pudo ser y no ha sido es en blanco y negro. Un cuerpo entre las sábanas. La espuma. Hay diálogos en blanco y negro:

—¿Dónde estabas cuando mataron a Kennedy?

—¿Qué Kennedy?

—Cualquier Kennedy.

Aunque ahora me acuerdo de que es de una película en color de Gene Hackman, pero que es negra. Es la primera frase que se me ha ocurrido, pero hay miles como esta, claro. Le preguntan a Mae West si cree en el amor a primera vista: «No lo sé, pero desde luego te ahorras un montón de tiempo». Son las que nunca se nos ocurren en el momento adecuado. ¿Dónde están frases así cuando uno las necesita? Te vienen en raros momentos de lucidez, en que lo ves claro, en blanco y negro.

«La vida es a colores, pero el blanco y negro es más realista», decía Sam Fuller en una película en blanco y negro de los ochenta. Volver hoy al blanco y negro —eso, volver— es una decisión deliberada. Se puede elegir, pero pocos lo hacen. Los artistas lo hacen cuando creen tener entre las manos algo especial, o más bien lo saben, y a menudo es cierto. Robert de Niro saltando a cámara lenta detrás de las tres cuerdas del ring. Woody Allen comiendo un yogur mientras mira a Charlotte Rampling leyendo una revista. El doctor Fronkonstin. Piénsenlo, Han Solo es en blanco y negro. Los Blues Brothers. James Bond. Se mueven con elegancia en blanco y negro, únicos, auténticos, distinguidos, en un escenario de colores agitado, no mezclado.

Hasta los años treinta en el cine no era un opción, sino que no había otra, quizá no le veían nada extraordinario. O, precisamente, entonces quedaba bien delimitado el espacio del cine, en otra dimensión. ¿Y no era todo más fácil antes, cuando las cosas eran o blanco o negro? Además es que yo soy daltónico. Eran en blanco y negro las películas, las fotos, los sueños, el pasado, los periódicos. La ficción, en definitiva, se diferenciaba de la realidad, estaba bien claro el lugar de cada uno. Ahora es un poco todo lo mismo. Hay poca gente en blanco y negro, de la que te puedas fiar. Se entiende mejor si digo tipos en blanco y negro. Necesitamos más tipos así. Más tías así también. Más clase.

Ahora mejor hago un lento fundido en negro y les dejo ahí fuera, en exterior día, o noche, solos con esta revista en blanco y negro entre las manos.

Amores cinéfagos: Meryl y John, en el apogeo de una pasión

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John Cazale y Meryl Streep en El cazador (1978). Imagen: Universal Pictures.

Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida. (Los muertos, James Joyce).

Rodó solo cinco películas en su breve vida. Pero menudos peliculones: El padrino, La conversación, El padrino II, Tarde de perros y El cazador. Todas ellas nominadas a los Óscar. También apareció, mediante imágenes de archivo, en El padrino III, infravalorado cierre a la mejor trilogía de la historia del cine. Fue un actor secundario imbatible. Minucioso. Laborioso hasta la extenuación y la exasperación de guionistas y directores, que le apodaron, con sarcasmo lacerante, «el veinte preguntas». Siempre quería saber más sobre los personajes que construyó. Una galería de perdedores mezquinos, tambaleantes, pusilánimes y desgarrados. Escarbó más allá del aparente fondo de sus propias emociones con el fin de plasmar vívidos e intensos retratos de la miseria moral. Sus más aclamados amigos y compañeros de tablas y plató —pongamos por caso Robert de Niro y Al Pacino eran capaces de arrojar en sus interpretaciones odio, ira, crueldad gélida, venganza despiadada con soberbia convicción; sin embargo, bordaban el patetismo, la debilidad vulnerable, el resentimiento del cobarde. John Cazale supo transmitir como pocos la pasta de la que están hechos los humillados y vencidos. El ninguneado y desleal Fredo Corleone de El padrino, el atracador desquiciado y semianalfabeto Sal Naturile en Tarde de perros o el bufonesco Stanley de El cazador son caracteres tragicómicos que se apoderan del plano a través de extravagantes gestos, miradas apaleadas y un sutil dominio del tiempo y el espacio. Como afirma Pacino en el documental Descubriendo a John Cazale: «Te ayudaba a ser mejor».

La maestría de Cazale subía el nivel de los que le rodeaban. Los que bajaban la guardia en los diálogos o interpretaban con desidia mecánica sus papeles eran devorados en cada escena. Incluso un duro poco dado a los elogios como Gene Hackman reconoce que en La conversación tuvo que emplearse a fondo para mantenerse en el centro gravitatorio de la historia. Cazale era intenso. «Extremadamente intenso», puntualiza Hackman. Aportaba a personajes odiosos una humanidad palpable, triste y veraz. Una de las mayores muestras de esa humanidad la encontramos en Tarde de perros cuando el atracador que encarna Pacino le pregunta si hay un país al que quiera ir. Tras pensárselo un momento responde con total seriedad: «Wyoming».

La mejor actriz del mundo

He conocido a la mejor actriz del mundo. (John Cazale a Al Pacino).

Siempre estuvo a caballo entre los circuitos independientes de los teatros de Nueva York (el off-Broadway) y el nuevo Hollywood conquistado por los jóvenes airados. En 1976, Cazale está inmerso en los ensayos de la obra Medida por medida. «He conocido a la mejor actriz del mundo», le dice entusiasmado a su amigo Pacino. Una exageración de encoñado, piensa este. La actriz en cuestión es una joven rubia, pálida, sensible, de apariencia frágil y etérea. Se ha currado todo Shakespeare en los parques y en pequeños teatros. Tiene talento y apunta maneras. Meryl Streep se quedó colgada por aquel actor catorce años mayor que ella. Admiraba tanto su genio interpretativo como su personalidad excepcional: «Era distinto. No he conocido a nadie como él. Destacaba su singularidad, su humanidad, la curiosidad que le despertaba la gente. Era compasivo», contó años después. Tímido y extremadamente sensible, sensual, amante de la buena música y de los chistes malos, de almuerzos demorados y sobremesas eternas con copa y puro; adicto a un trabajo que convirtió en una manera de estar en el mundo, observarlo, aprehenderlo y recrearlo en sus recovecos más húmedos y sórdidos. Su risa, sin embargo, era pura electricidad vivificante. No era guapo pero tenía un no sé qué irresistible para las mujeres. Fascinación. Inteligencia. Brasas negras en la mirada.

Pronto la pareja se convirtió en inseparable. Una historia común entre aquella farándula neoyorquina llegada de todas partes con los mismos sueños por estrenar y las decepciones esperando pacientemente detrás de cada esquina. Un piso en la calle Franklin. Vino joven, queso tierno y besos como túneles. Hablar horas y horas sobre una profesión convertida en una obsesión agradable, desmenuzándola en detalles mínimos hasta hacerla comprensible. Entender aquella tristeza silenciosa, fría y lenta como la nieve de Chéjov, volver a los mitos clásicos en un eterno retorno que no cesa sobre las tablas, y remover entre los desvencijados cajones del fondo de uno mismo para crear piel y sentimientos ajenos.

Dos jóvenes, en fin, aullándole a una luna a punto de reventar.

La última película

Permaneció fiel a lo que quería hacer. (Gene Hackman).

Y entre tanta pasión, una mancha de sangre escupida en el asfalto. Pruebas y el diagnóstico fatal. Cazale tenía un cáncer de pulmón. Estaba preparando su nueva película con el extravagante Michael Cimino y un grupo de actores soberbios entre los que se encontraban la propia Meryl, Cristopher Walken y Robert de Niro. El film relata la historia de unos jóvenes polacos reclutados para el matadero de Vietnam. El cazador es uno de los mejores retratos cinematográficos de una inocencia desvanecida entre billares, latas vacías de cerveza y la festiva «Can’t Take My Eyes Off You» cantada a grito atiplado. Un monumento fúnebre pero incólume a la amistad, la responsabilidad y el sacrificio. La encarnación de la lealtad será para siempre una ruleta rusa en el círculo de la locura de Saigón.

No fue un rodaje fácil. De Niro tuvo que asegurar de su propio bolsillo a Cazale porque el estudio quería prescindir de un actor sentenciado por el cáncer. Pese a todo, consiguió otra de sus magistrales interpretaciones con el destartalado Stanley, un inútil que en cada plano aporta un pespunte único ya sea besándose en el reflejo de la ventanilla del coche, persignándose en la iglesia o escrutando la bragueta bien abrochada. Con esfuerzo y acomodando el calendario de rodaje, Cazale logró rodar todas sus escenas, aunque no pudo ver el resultado último. Murió el 12 de marzo de 1978. Meryl Streep estaba allí. Estuvo allí hasta el final.

Con los años Streep se ha convertido en la actriz más oscarizada y en la portavoz de las causas nobles de la gauche divine de Hollywood. Cazale, que nunca consiguió estatuilla, revive su arte en cada proyección de los Padrinos, Tarde de perros y El cazador. En 2009, el Festival de Sundance presentó Descubriendo a John Cazale, en el que viejos amigos y jóvenes actores recuerdan a quien para el gran público es poco más que el rostro de Fredo. Allí están Pacino, De Niro, la propia Streep con sus filmografías repletas de faenas de aliño y trabajos alimenticios tal y como la vida ordena hablando de John. De su pasión por interpretar. De su fidelidad inquebrantable al oficio. De sobremesas demoradas y risas de pájaro loco.

Hablando de todo aquello que solo la juventud puede permitirse.

Al Pacino y John Cazale en El padrino: Parte II (1974). Imagen: Paramount Pictures.

 

Tutto sul cinema

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Foto: Antonello Nusca.

En la calle Monserrato de Roma, con ese nombre ya se imaginarán que es de origen español, en el número 107, a cien metros de las tumbas de los dos papas valencianos, los Borgia, al lado de un zapatero —y esto tiene su importancia, como veremos—, hay un local de puertas azules con un cartel en el cristal de Taxi Driver. Encima de la puerta pone «Hollywood», y en pequeño: «Tutto sul cinema». Todo sobre el cine. No se trata de una exageración. Aunque pudiera parecerlo al abrir la puerta y ver sus reducidas dimensiones. Es una tienda diminuta cuyas paredes parecen hechas de DVD; apenas se ve un centímetro de muro. Luego tiene una puerta con una misteriosa parte trasera, a la que nunca entré, donde debe de haber aún más cosas, aunque sea mucho más pequeña, porque de ella siempre sale Marco con lo que buscabas. En mi imaginación hay un pasadizo secreto que lleva a subterráneos con miles de películas escondidas y que termina entre decorados olvidados en los sótanos de Cinecittà.

Marco abrió esta tienda en 1983, vendiendo carteles de películas que los cines le daban o tiraban tras los estrenos. Luego siguió con fotos de escena originales, pósteres y películas. Era rockero —le puso a su hijo Angus, por el guitarrista de AC/DC—, un soñador, un espectador incansable, y decidió consagrar su vida al cine. Pero no haciendo cine, eso en Roma lo hace cualquiera —en una fiesta siempre conoces a alguien del cine, aunque no quieras, se te presentan contra tu voluntad—, sino atesorando cine para sus amantes, que es casi mejor y seguro que mucho más difícil.

Con el tiempo el Hollywood se ha convertido en un refugio nuclear contra la banalidad audiovisual, una especie de escondrijo de la resistencia. Hoy ya es difícil tener una conversación seria de cine, una conversación adulta. Con gente con la que se dé por sobreentendido que ha visto lo que hay que ver, o que al menos lo dé por sobreentendido simulando que lo ha visto, que es lo mínimo por vergüenza, que hoy ya ni vergüenza hay. Marco atiende a todo el mundo, claro, hasta a los que creen que una de superhéroes es una obra maestra o a telespectadores embrutecidos por sobredosis de series, pero reconoce a un miembro de la hermandad del cine en esa señora que busca una película, cree que francesa, que vio cuando era pequeña, en la que hay una escena en la que un perro hace no sé qué y luego pasa esto otro, aunque no está totalmente segura de esto otro. Sí, hombre, dice Marco satisfecho, estira el brazo y se la da.

En las paredes del Hollywood hay fotos firmadas de Woody Allen, o Michael Cimino, dedicadas a «My friend Marco», y le llama Scorsese por teléfono para pedirle carteles antiguos italianos. Los del otro Hollywood, el de verdad, digamos así, suelen ir rendidos a Roma, porque admiran el cine italiano, y, si van a Roma, van a la tienda de Marco.

Igual que entre ellos se recomiendan restaurantes, se aconsejan el videoclub. En el Hollywood hay dos tipos de clientes: los de siempre, y aquellos que pasaron un día y luego lo cuentan así: «Un día…». Un día entró Abel Ferrara, se quedó enganchado con la película que Marco tenía puesta en la pequeña tele del mostrador, una de detectives de William Wyler, y al final pidió una cerveza en el bar de al lado, el Perù, y se quedó a verla hasta el final. Un día entró Francis Ford Coppola y, charlando, Marco se atrevió a decirle, a él, cuál era su mejor película, la número 249 del catálogo del Hollywood, La conversación. Coppola le dio la razón, dijo que sí, que era su mejor película.

Hay una escena de La Grande Bellezza en la que el protagonista camina de madrugada por una bocacalle de Via Veneto y se cruza de repente con Fanny Ardant, que aparece en medio de la noche como un fantasma. Es una escena familiar para quien vive en Roma, y esto es lo que tiene esta película, que atrapa lo mágico cotidiano de esta ciudad, sumergida en una ensoñación parecida a la del cine. Desde fuera se puede pensar que este tipo de escenas de Sorrentino son una exageración estilística, pero no, es que es así. A mí me pasó con Liza Minelli; me la encontré de madrugada vagando por Roma. Te encuentras a esta gente por ahí. Tarde o temprano, a veces a deshoras, todos pasan por Roma, y el Hollywood forma parte de esa magia secreta. Una caja negra del cine mientras todo alrededor se desmorona.

Foto: Antonello Nusca.

Toda Roma es un lugar especial del cine, como Monument Valley en las películas de John Ford o las puertas en las de Lubitsch. Tiene como una propiedad física el estar mezclada con las películas; no solo acabas sabiendo la casa donde nació Alberto Sordi o Aldo Fabrizi, terminas por saber los lugares de las películas, el punto exacto donde disparan a Anna Magnani en Roma, città aperta, el rincón donde Umberto D. intenta enseñar a su perro a pedir limosna por la vergüenza de pedirla él, la casa del striptease de Sophia Loren ante Mastroianni, el primer piso de la autovía Tangenziale del que Fantozzi se descuelga para coger el autobús en marcha. Vives como en una película, porque ves una de los años cincuenta y ese lugar sigue siendo prácticamente igual. Luego te cruzas por la calle con Bertolucci o Nanni Moretti. Un amigo era vecino de Vittorio Gassman, de eso que te lo encuentras en el ascensor. Cerca del Hollywood vivió Tarkovski en su exilio romano. Giulietta Masina era clienta.

El Hollywood es un sitio que se conoce entre los actores y las actrices, directores, ayudantes de dirección, entendidos. Porque Marco sabe. Y, aún más, sabe quién sabe, porque conoce lo más íntimo de una persona, de la pasta de que están hechos sus sueños, como el halcón maltés: sabe las películas que has visto. Es decir, te tiene calado. Sabe que ese director nuevo hará cosas, porque tiene curiosidad, es humilde y vuelve fascinado al devolver Banditi a Orgosolo, por ejemplo. O sabe que no ha visto nada de Rossellini, y que por tanto se pasará toda su vida tanteando o equivocándose o pensando que está inventando algo nuevo hasta que lo vea. O sabe bien que ese día que estás pensativo y necesitas meterte algo te viene bien una de Truffaut. Yo iba a coger películas como al médico, para que me las recetara. De hecho, alquilé mi segunda casa en Roma allí al lado para poder tenerlo cerca. Y la primera, frente al lugar donde le roban la bicicleta al protagonista de Ladrón de bicicletas.

Para entrar en el club Marco te hace una tarjeta de socio vitalicia, que antes costaba cincuenta mil liras y aún guardo como un talismán. Sale el dibujo de Robert de Niro caminando con su chupa en la calle de cines porno. Te daba un taco de fotocopias con el listado de películas a la venta y en alquiler. Número uno, Scarface, de Howard Hawks. Están dispuestas en orden alfabético por directores y países. Había hasta una página de cine africano. Es veneno adictivo para un cinéfilo; en cuanto te lo entrega, sabes que estás perdido.

Aún sigue habiendo títulos en VHS, porque no existen en DVD, y como los clientes van perdiendo o rompiendo sus aparatos de vídeo, o ya ni tienen, pues ahora te llevas la cinta con un aparato que te deja él, todo junto. La gente lo hace, como si fuera una actividad artesanal o clandestina, porque si no, y esto aún es verdad hoy mismo, hay películas que no puedes ver. Marco también se ha ido adaptando a los tiempos, y tiene pedidos por internet; ya siempre te lo encuentras haciendo algún paquete para un cliente de Alemania o España. Los lunes por la mañana, que antes cerraba, se le podían dejar las películas al zapatero de al lado. Hacía una pila junto a las suelas y tacones. En agosto, cuando cerraba, te podías llevar todas las películas que quisieras y se las devolvías en septiembre, y te pegabas panzadas de Cassavetes, Ophüls o Fuller. En toda casa un poco decente de gente interesante de Roma veías una carátula de película del Hollywood junto a la tele, o en el mueble de la entrada.

Un día Marco bajaba de Monteverde con el motorino y nos cruzamos en Trastévere en un paso de cebra. Yo pasaba con mi hijo, que llevaba en la mano una caja de VHS del Hollywood que teníamos que devolver. Marco siempre le aconsejaba sobre las de vaqueros y las de guerra. Luego me habló de la impresión que le causó esa imagen. Creo que fue para él como ver en blanco y negro a un niño de Cartier-Bresson con una botella de vino bajo el brazo, o al pequeño Antoine Doinel, que al llegar a casa le pone velas a un altar de Balzac.

Quizá sintió que la antorcha había pasado a la siguiente generación, que educando la mirada de un niño en la belleza y la ternura del buen cine estás salvando el mundo, que un niño que sonríe con Chaplin seguro que será buena persona, y que tal vez su pequeña tienda era un lugar más importante de lo que él mismo creía.

Foto: Antonello Nusca.

¿Qué actor o actriz ha puesto más empeño en sabotear su carrera?

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Hay intérpretes que jamás ganarán un Óscar, pero no es algo que les preocupe lo más mínimo: han sabido encontrar un nicho y lo han explotado, ganando mucho dinero y unos cuantos fans. Es el caso de Steven Seagal, que ha logrado ganarse la admiración del mismísimo Putin —que no es alguien que vaya por la vida regalando cumplidos—, o del columnista de política internacional y anteriormente actor Chuck Norris. Nunca han caído en la frivolidad de tomarse en serio y su carrera artística no da bandazos, nadie puede asomarse a sus películas esperando otra cosa que lo que son. Nuestro respeto. Otros, en cambio, en algún momento han dado muestras de un gran talento para la actuación, han sabido escoger proyectos que se convertirían en obras maestras del cine... y luego se han echado a perder con auténtica saña, hacia sí mismos y hacia los incautos espectadores que acuden confiados a la taquilla pensando «si sale este, debe ser buena». ¿Por qué lo hacen? Es una de las grandes incógnitas de la ciencia, así que mientras esperamos la respuesta al menos distingamos cuáles son, para minimizar el daño. Así que voten y añadan si lo desean algún otro más a la lista.

(La caja de voto se encuentra al final del artículo)

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John Travolta

Imagen de Getty.
Imagen de Getty.

Mirando alguna foto de los últimos años de Travolta uno piensa en la escasa pericia con el Photoshop de quien le haya añadido eso en la cabeza, hasta que lo ves en otras imágenes y caes en la cuenta de que realmente lo lleva puesto, hay playmobils con el pelo más sedoso. Aunque probablemente cuando se mire en el espejo estará orgulloso del resultado, como lo está de su firme creencia en Xenu —el dictador de la Confederación Galáctica al que los terrícolas debemos nuestra existencia, de poseer un discreto Boeing 707 y, tal como sospechamos, también se sentirá satisfecho de su filmografía. En sus inicios la necesidad le obligó a interpretar papeles en películas buenas o al menos simpáticas, como Carrie o Grease, pero luego ya pudo hacer lo que realmente le gustaba: Austin Powers III, Campo de batalla: la Tierra, Phenomenon o Dos canguros muy maduros. ¿Cómo puede elegir tan rematadamente mal? ¿Es nuestro tormento alguna clase de ofrenda a su dios? Claro que hasta los más grandes maestros del despropósito tienen un desliz, que en su caso fue Pulp Fiction.

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Robert De Niro

Imagen de Universal Pictures.
Imagen de Universal Pictures.

El padrino II, Taxi Driver, Novecento, Érase una vez América, El cazador, Toro Salvaje, La misión, Uno de los nuestros, Casino, Heat... No hay otro actor en la historia del cine que pueda presentar un currículo con un nivel medio tan alto. Pero la buena estrella que le guió a la hora de escoger proyectos durante los setenta, ochenta y noventa dio paso a otra cosa cuando se le metió en la cabeza que tenía que hacer comedia y poner una y otra vez esa mueca que por algún motivo considera desternillante. Entonces llegaron Los padres de ella, Ahora los padres son ellos y, aún pendiente de su estreno, Dirty Grandpa.

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Eddie Murphy

Imagen de Paramount Pictures.
Imagen de Paramount Pictures.

Comenzó a principios de los ochenta siendo un monologuista malhablado e incorrecto en los temas que abordaba, de una manera que hoy día ya no sería posible bajo la vigilancia de unos medios de comunicación y redes sociales más susceptibles de escandalizarse que una señora victoriana de misa diaria. Pero el caso es que resultaba muy divertido, aquí un ejemplo. Por entonces se estrenó en la gran pantalla con Límite: 48 horas, todo un clásico del cine policíaco de los ochenta en la que tenía una fantástica química con Nick Nolte. Le siguieron otras cintas entretenidas y de cierta calidad y luego ya, entrados los noventa, esa clase de comedias que provocan al inicio cierta incomodidad en los espectadores, que termina derivando en abierta angustia y mirada extraviada en busca de la salida.

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Chris Rock

Imagen de Getty.
Imagen de Getty.

Aquí tenemos un caso similar, aunque aún más sangrante si cabe. Steven Pinker ha definido al biólogo Robert Trivers como «uno de los autores más destacados en la historia del pensamiento occidental» y este es, a su vez, un devoto admirador de Chris Rock, al que cita con frecuencia en su obra. Es un monologuista muy agudo, realmente brillante, y en YouTube hay múltiples ejemplos de ello: en este vídeo lo vemos por ejemplo hablando de la diferencia entre tener un trabajo y tener una carrera profesional. ¿Qué hizo cuando dio el salto al cine? Pues si dejamos a un lado Dogma, nos encontramos con La salchicha peleona, Zohan: licencia para peinar y De incompetente a presidente. De nuevo un misterioso desdoblamiento de alguien que tampoco parece forzado por la necesidad económica, dado su éxito previo. En la próxima entrega de los Óscar lo veremos como presentador, esperemos que encarnado en la primera versión.

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Christopher Lambert

Imagen de Columbia Pictures.
Imagen de Columbia Pictures.

Comenzó con Greystoke, la leyenda de Tarzán y Los Inmortales y a esta última le añadió cuatro continuaciones, cada cual peor que la anterior, en lo que probablemente es la peor saga de la historia. Tenemos por ahí a tanto artista posmoderno buscando con su obra la fealdad deliberada como forma de transgresión y este con menos alarde los barre a todos. Debía de ser curioso el mecanismo mental que permitió llevarlas a cabo: «eEsta nos ha salido mala de cojones... ¡Hagamos otra!». En fin, ahora parece que aún habrá una sexta que será un remake del original. También participó en Druidas, Mortal Kombat y Fortaleza infernal, así como Fortaleza infernal 2, que la primera no le salió suficientemente mala y hubo que repetirla. Está claro que su trayectoria es una cuestión de gustos, concretamente de carecer de ellos. Si bien ha estado casado con Diane Lane y Sophie Marceau, así que criterio y buen tino sí que tiene. Simplemente prefiere no aplicarlo en su vida profesional.

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Geena Davis

Imagen de 20th Century Fox.
Imagen de 20th Century Fox.

Su trayectoria tuvo un magnífico inicio que le llevó a ganar un Óscar por su papel en El turista accidental, pero del monumental desastre de La isla de las cabezas cortadas parece que ya no pudo recuperarse. Así que apareció en Stuart Little, en sus dos continuaciones, y en alguna otra producción que ha pasado desapercibida.

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Nicolas Cage

Imagen de Touchstone Pictures.
Imagen de Touchstone Pictures.

Sabíamos que este no podía faltar. En China hace poco más de dos años le concedieron un premio al Mejor Actor Global, podemos decir en consecuencia que encaja en los estándares chinos de calidad. No obstante prestigiosos críticos de otros lugares del mundo comparten ese diagnóstico, así que no seremos nosotros quienes lo cuestionemos ahora. Aunque tan bueno no debe ser si aparece junto a John Cusack (Con Air) y Travolta (Cara a cara).

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Renée Zellweger

Imagen de TriStar Pictures.
Imagen de TriStar Pictures.

Y hablando de Cara a cara, hay actores que sabotean sus carreras, otros además su cabellera, implantándose un pelo de no se sabe qué material, pero lo que ha hecho esta actriz es ir un paso más allá. La anterior cara ya no le valía y se ha puesto una que no es mejor ni peor, simplemente otra. Veremos si le sirve para prolongar una trayectoria en la que ya ha ganado un Óscar y dos Globos de Oro o no consigue que el público supere la sensación de extrañeza al contemplarla.

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John Cusack

Imagen de Warner Bros.
Imagen de Warner Bros.

Este actor se ganó cierta fama de intelectual gracias a películas como Medianoche en el jardín del bien y del mal, Cómo ser John Malkovich y Alta fidelidad, siendo además guionista de esta última. En Identidad ya aparecía junto a Ray Liotta —mala señal— y mientras tanto ya se ha encargado de dinamitar ese prestigio en Con Air y 2012.

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Sandra Bullock

Imagen de Warner Bros.
Imagen de Warner Bros.

Tiene el indudable mérito de haber ganado en un mismo año un Razzie y un Óscar, así que no podíamos dejarla fuera. Su filmografía ha tenido tal nivel que quienes en su momento recomendaban Gravity decían «pero Bullock está bien aquí», conscientes del efecto disuasorio de ese apellido.

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Ray Liotta

Imagen de Warner Bros.
Imagen de Warner Bros.

En Uno de los nuestros consiguió fijar en nuestras retinas su risueño personaje, pero desde entonces y con altibajos su brillo ha ido declinando. No hay proyecto al que le haga ascos por malo que a priori pueda ser, es que no se niega ni ante Uwe Boll, mientras que en Cerdos Salvajes aparecía acompañado precisamente de... John Travolta y Nicolas Cage. ¿Qué posibilidades con semejante trío tenía esa película de salir buena? Aquí un servidor no se ha atrevido a verla, pero si ha logrado ponerlos juntos entonces cabe deducir que estamos ante la tormenta perfecta del bodrio.

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Hola, no soy Matt Damon

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El drama de Jack Lamotta, y de quienes le rodearon, es que se escuchó demasiado a sí mismo. Imagen:
El drama de Jack Lamotta, y de quienes le rodearon, es que se escuchó demasiado a sí mismo. Imagen: United Artists.

No hay pensamiento más corriente que el de sentirse especial. La primera persona necesita de esa premisa interna para tirar. Como el personaje de Robert De Niro en Toro Salvaje (Martin Scorsese, 1980) frente al espejo recitando «soy el mejor». Como tu amigo que se decía «hoy ligas» antes de lanzarse a la calle.

Pero por muy enorme que sea el ego, la premisa no funciona plenamente si no recibe el feedback de una segunda persona. Alguien que corrobore con palabras o gestos esa «especialidad» que uno se ha adscrito. Luego están las terceras personas, que completan la fórmula mediante el suministro a las primeras de nuevas fuentes de conocimiento general. Nuevas perspectivas. Escuchar a las terceras personas de lejos (porque hacerlo directamente las convierte en segundas personas) permite abrir la mente. Un libro, un cuadro o un artículo puede parecerle absolutamente soberbio a quien lo pergeña. Pero serán los juicios de quienes le conocen, las segundas personas, y de aquellas con quienes no tiene vínculo personal, las terceras, los que determinarán la relación final entre autores y creaciones. De ahí el pánico del artista ante la crítica.

Estando en una sala de cine he accedido a dos de esas puertas-abre-mentes a raíz de observar/oír a terceras personas. La primera de estas puertas se presentó ante mí cuando estaba viendo Karate Kid, la genuina de 1984 (John G. Advinsen). En pleno desarrollo de la trama, una sesión de las cuatro de la tarde de un sábado de los ochenta, aprecié de pronto la figura de un espectador que se había puesto de pie en su butaca. Era un chaval cuya silueta remitía inequívocamente al tipo de lo que aquí en el sur denominábamos como «gitanillo». Morenísimo, delgadísimo, una estatuilla de Giacometti en movimiento rumba. Y en la pantalla, qué grandes eran entonces las pantallas, Ralph Macchio ponía en práctica las lecciones que le ha dado el señor Miyagi. La de pintar la cerca. El gitanillo lo hacía tan bien que al final resultaba imposible mirar la película. Uno observaba ensimismado al chaval ejecutar el perfecto giro de muñeca que exigía el profesor de la película. «No mires mí, mira valla», decía Miyagi a Dani-san. «Muñeca arriba, muñeca abajo». Yo no los miraba a ellos sino al espontáneo de al lado. Y su silueta, de pie en la butaca, predijo de forma maravillosa la icónica silueta-grulla que queda como (uno de tantos) emblemas de la emblemática Karate Kid. Y de esa experiencia uno aprendió para siempre que las fronteras entre lo real y lo narrado son permeables y permanentemente franqueables. Estaba rompiendo la edad de la inocencia, cuando se deja de creer en dioses y hadas, y el chaval me devolvió radicalmente a la evidencia de que la fantasía es de carne y hueso.

Como le sucediera a Tom Sawyer, Dani-san recibió lecciones morales de pintar la valla. Imagen: Columbia Pictures.
Como le sucediera a Tom Sawyer, Dani-san recibió lecciones morales de pintar la valla. Imagen: Columbia Pictures.

Recibí la otra revelación en el visionado de un film bien distinto al clásico de Dani-san, Miyagi y los Cobra Kai: uno de Wim Wenders. El fin de la violencia, titularon al artefacto, y pueden tomar como hecho inviolablemente objetivo que se trata de un bodrio sideral.

En esto que a mitad de la película se daba uno de esos silencios que pesan sobre la sala. Siendo el de Wenders un público poco dado a las palomitas y chucherías y siendo la obra un pestiño considerable, el silencio en cuestión era más silencioso que el silencio. Una soledad compartida por el grupo de incautos que habíamos comprado entradas para la infamia. Entonces alguien lo rompió, el dichoso silencio gravitacional, justo detrás:

—¿Es que nadie se daba cuenta, cuando hacían la película, de que estaba saliendo una puta mierda?

A partir de ahí, de semejante eco que retumbó con la gravedad de un requiebro de Stuart Saples, el film cambió. Quede claro que hasta el final del metraje el producto sigue siendo igual o peor de lamentable. Pero la pica introducida por esa frase, esa tercera persona, transformó la percepción general de la obra. A la siguiente línea de diálogo absurdo alguien respondió con una carcajada. Y esa risa fue diseminándose a modo de contagio entre todos los presentes. Como cuando en autobús escolar vomita un niño y se produce una reacción en cadena del que brota un océano de vómitos. Cada frase, cada gesto en la pantalla, cada tic afectado de Gabriel Byrne era asimilado con alborozo. Al final de El final de la violencia todos queríamos más. Si no fuese un público tan cultureta, habría roto a aplaudir. Hasta palomitas queríamos. Hubiéramos nominado a Wenders y esa tropa, incluida la bellísima Andie McDowell, a la comedia involuntaria del siglo. Salimos felices de la sala. Y de esa frase de una tercera persona aprendimos la subjetividad de calidades y propiedades. Que la porquería también puede ser excelente.

Mark Wahlberg en El incidente; el pero-qué-coño hecho arte. Imagen: 20th Century-Fox.
Mark Wahlberg en El incidente; el pero-qué-coño hecho arte. Imagen: 20th Century-Fox.

El gesto de la foto lo dice todo. Se trata quizás de uno de los aciertos de casting definitivos de la última década. El bueno de Mark Wahlberg, uno de esos profesionales por los que uno acaba sintiendo simpatía de lo mucho que se ponen a caldo sus cualidades actorales, clava el desconcierto, el asombro, la incredulidad. Su cara, ahí, es un «¿pero qué coño?» en caracteres gigantes. El plano pertenece a El incidente y en la cara de Wahlberg asoma transparente ese pensamiento en pleno rodaje. Wahlberg sí se estaba dando cuenta de que estaban haciendo una puta mierda. Prestigiado como Wenders por el prurito de cineasta-autor, el director M. Night Shyamalan había intentado aquí otra de miedo.

El incidente es tan mala que requiere de un segundo visionado, con el paciente espectador desactivado ya del elemento «pero qué coño» que sobrevuela, recorre e impregna la totalidad del sufriente metraje al primer contacto. Es la segunda vez cuando emerge con estruendo la comedia involuntaria. Y el espectador disfrutará, como gorrino en charca, de cada escena de la estúpida y trandescendalista trama de un mundo que se está convirtiendo en apocalíptico porque se han rebelado las plantas. Y es que como cada gran bodrio, y aquí es inevitable referir a Terrence Malick, El incidente trae mensaje. De cómo la naturaleza devuelve al hombre sus afrentas. Como si no fuera del todo evidente que esa pelea la empezó ella, la naturaleza. Que ya lo documentaron las mitólogos griegos. En lo de aniquilar especies, la especie humana es una parte modesta. Cabría laurearla, como mucho, por no terminar de convertir a Shyalaman en un director aclamado.

La importancia del juicio ajeno sobresale cuando la primera persona está dándolo todo ante el público y las segundas no le advierten de que hace el ridículo. El resultado es catastrófico. Un ejemplo fehaciente, de nuevo en la ficción, lo tenemos en Boogie Nights (Paul Thomas Anderson, 1997), cuando al protagonista, ¡Mark Wahlberg!, le sobrevienen delirios de grandeza y decide que su talento para el porno tendrá equivalente en el universo musical. Pero mejor que leer, disfruten la escena:

Ah, esas guitarras Flying V. Después Paul Thomas Anderson se creyó brillante y los elogios por Magnolia, su fotocopia de las Vidas Cruzadas de Robert Altman, no hicieron sino direccionar aún peor lo que podría haber sido una formidable carrera de director pop. Lamentándolo de veras, el currículo de Anderson lo resumiríamos en que no-Wahlberg/no-party. Aunque admitiremos el ramalazo de comedia involuntaria que dignifica a su película sobre los pozos del petróleo. Todo gracias a su protagonista, un Daniel Day-Lewis de cuya escultura resulta difícil no reírse.

Este hombre empezó deslumbrando a las audiencias interpretando a un pintor que pintaba con los pies. A continuación corrió las praderas a lo Gareth Bale haciendo de último mohicano (y gracias a Dios que fue el último). Después epató a más público aún con su aclamado papel de película-basada-en-hechos-reales-de-sobremesa-de-Antena 3 de En el nombre del padre (Jim Sheridan, 1993). Luego hizo una de boxeo antes de retirarse, dicho por él, para cultivar el noble arte de la zapatería tradicional en Italia. Pero acabó volviendo a las pantallas para Gangs of New York (Scorsese, 2002) donde era un hombre muy cruel que, a causa de sus desmesurados bigotes (parecía Bonnie Prince Billy) y del hecho de que esa crueldad era tan real que no había quien se la creyera, no pudo sino abocar a la risa del respetable. Y más tarde apareció en la que he dicho de los pozos (Pozos de Ambición, 2007) de Anderson con el mismo bigote. Su presencia condenó a la película a la condición de comedia involuntaria.

Day-Lewis, zapatero frustrado y asiduo de la comedia involuntaria. Imagen: Paramount Pictures.
Day-Lewis, zapatero frustrado y asiduo de la comedia involuntaria. Imagen: Paramount Pictures.

En Gangs of New York Day-Lewis compartió cartel con Leonardo DiCaprio, quien podría ser considerado como maestro de la comedia involuntaria moderna porque aporta en lugar de estropear. La cosa empezó de inmediato con aquella vibrante aparición en A quién ama Gilbert Grape (Lasse Hallström, 1993), haciendo de convincente disminuido psíquico, lo cual tuvo todo el mérito del mundo si se tiene en cuenta que su compañero de reparto era Johnny Depp. DiCaprio, con sus tics de discapacitado, consiguió que Depp pareciese listo. Desde entonces, la virtud de Leo ha sido la de enriquecer aquellas películas que, no pretendiendo ser humorísticas, adquirieron tintes de risa en virtud de las interpretaciones del actor. Porque probablemente El Lobo de Wall Street (Scorsese, 2013) hubiera contenido un poso más crítico, como para que el espectador mirase con asco la competición de lanzar enanos a modo de bolos, de no estar ahí un DiCaprio en sublimación cómica. O desde luego alguien podría haberse tomado en serio Infiltrados (Scorsese, 2006) de haber en ella un actor diferente a DiCaprio. Bueno, y alguien diferente a Jack Nicholson. Ah sí, y otro protagonista en lugar de Matt Damon.

Supongo que era inevitable llegar a Matt Damon.

En Infiltrados Damon carga con el peso de un típico escenario hitchcockiano. El espectador conoce una información —en este caso su condición de criminal infiltrado en la policía que los demás personajes de la trama ignoran. Y ahí se dispone el suspense. Lo asombroso es lo rematadamente mal que lo hace Damon, lo que canta su impostura. Lo inverosímil es cómo la policía no repara en que Damon es un topo. Así que viendo la película se impone que alguien le dé al pause para que algún espectador proclame: «¿es que nadie se daba cuenta, cuando hacían la películ…?».

Al parecer, no. La película ganó un Óscar y todo. La academia pasó por alto el pequeño fallo de miscasting (dícese cuando los que seleccionan el reparto eligen a alguien inadecuado para determinado papel, como cada vez que John Malkovich aparecía en pantalla para arruinar la película de marras) cometido con Damon y premió al fin al tantas veces aspirante Scorsese. Probablemente cuando menos lo merecía, como cuando Al Pacino ganó su único Oscar por hacer de ciego involuntariamente cómico en Esencia de Mujer (Martin Brest, 1992).

Hola, no soy Matt Damon. Imagen: Warner Bros. Pictures.
Hola, no soy Matt Damon. Imagen: Warner Bros. Pictures.

Lo grave es que Damon era reincidente. Ya hizo exactamente el mismo papel, con idéntico ridículo en pantalla, en El talento de Mr. Ripley (Anthony Mingella, 1999, en su última película, no sorprendentemente) donde hasta un apampladísimo Philip Seymour Hoffman (he aquí un señor actor que siempre estaba bien) se coscaba del fraude damoniano. Y no acaba ahí la cadena, aún hay más. En la trilogía de la banda de Danny Ocean (Steven Soderbergh, 2001, 2004 y 2007) a los por lo demás avispadísimos George Clooney y Brad Pitt no se les ocurría en sus planes milimétricos y corales otra función para Damon que la de impostar, hacerse pasar por otro. Y así, cuando Damon era descubierto, se desbarataban los planes.

Y de este modo iba haciendo sus papeles Matt Damon: diciéndole al resto del mundo que él no era Matt Damon. Como la famosa frase de Chevy Chase en su noticiero-gag de Saturday Night Live: «Hola, soy Chevy Chase y usted no lo es». Una salida que Emilio Aragón fusilaría sin rubor en su Ni en vivo ni en directo de los años ochenta. Pues bueno, Damon era eso en las películas, pero al revés: «Hola, no soy Matt Damon», parecía decirle a toda persona que se le cruzaba, con su jeta de Matt Damon. No en vano hizo fama con su personaje de la saga del mito de Bourne donde interpreta, en genial requiebro de casting, a ¡un amnésico!

Y es por eso, por la manía de fingir tan rematadamente mal, que al principio de su carrera a Damon lo buscaban desesperadamente como soldado Ryan y a estas alturas de la misma han acabado por dejarlo tirado en Marte. Con todo merecimiento.

Cuenta la leyenda que Johnny Drama no pasó la audición para el papel de Johnny Drama. Imagen: HBO.
Cuenta la leyenda que Johnny Drama no pasó la audición para el papel de Johnny Drama. Imagen: HBO.

Escribió Coetzee a través de su protagonista de Desgracia (precioso título, lo sé) que la inversión de papeles, el hombre esperando a la mujer con la comida cocinada, es el motor de la comedia burguesa. Como si una canción festiva tiene una letra que proclama la inexistencia de Dios. Antes de que Michael Keaton autoparodiara su carrera haciendo de actor irremisiblemente condenado por el papel de superhéroe que le hiciera famoso (Birdman, Alejandro Gómez Iñárritu 2014 versus Batman y Batman Returns, Tim Burton 1989 y 1992), el gran Kevin Dillon hizo lo propio con su papel en la simpar serie The Entourage (El séquito). En la tercera temporada de la misma, Dillon (esto es, Johnny Drama Chase) ha conseguido por fin un trabajo con emisión prime-time a través de un papel protagonista en una serie que dirige Edward Burns. Cuando se estrena la misma, la crítica despedaza el producto en general y se ensaña con él en particular. «Decidí quitarle una estrella de mi crítica en cuanto apareció John Chase», escribieron en el periódico de su barrio de Queens (la reseña en cuestión se cerró con…. cero estrellas). Tras esa recepción demoledora, el público adora la serie y las apariciones de Drama acumulan los mayores shares de audiencia. Con su beso el público despierta a Drama del envenenamiento que le indujo la crítica. Y Kevin Dillon, con su doble condición de secundario porque siempre fue el hermano-de-Matt-Dillon como en El séquito es el hermano-del-famoso-actor-Vincent Chase, disfrutó al fin de sus minutos de gloria en virtud de lo popular y celebrada que fue una serie de la que acabaría produciéndose una muy digna versión cinematográfica.

Dicen que las andanzas de Vincent Chase en El séquito se inspiran en la carrera de, tachán-tachán… Mark Wahlberg. El bueno de Mark fue productor ejecutivo de la misma. Pero coincidirán conmigo en que es la figura de Johnny Drama la que más se asemeja a lo que ha ido siendo el desempeño de un Wahlberg que ha sido sistemáticamente ridiculizado por la crítica especializada cada vez que ha hecho una nueva película. A veces recibiendo collejas cuando ni siquiera era el destinatario original de la burla en cuestión, como cuando Kevin Smith le metió con saña en una de sus diatribas contra Tim Burton. Sí, el de los primeros Batman de los cuales emanaron las ideas para fabricar Birdman copiando la materia de la se hizo Johnny Drama. Al final todo empieza donde termina, en modo circular. Como las familias.

¿La conclusión para cerrar este artículo? Sin duda debe referirse al miembro viril que luce Wahlberg al final de Boogie Nights. La envidia de pene, en versión masculina, motivó la inquina, el haterismo, que ha padecido Mark durante su carrera. Y eso que, dicen, lo que vimos en la pantalla era una prótesis.

—¿Es que nadie se dio cuenta, cuando rodaban, de que se notaba?

Esa escena, con la prótesis, engloba todos los engaños: el que se hace el actor a sí mismo para engañar a su vez a quienes le contemplan de cerca (las segundas personas) y al patio de butacas: las terceras. Así llegan algunos a creerse lo que no son. Como quien por tener un nombre exótico se creyó imbuido de magia y descubrió demasiado tarde que la magia se la daba otra persona.

El cine según TriBeCa

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La cantante y modelo neoyorquina Meredith O’Connor sobre la alfombra roja.
La cantante y modelo neoyorquina Meredith O’Connor sobre la alfombra roja.

Bajo tierra, en las entrañas de alguna montaña afgana, visualicen túneles artificiales y alfombras deshilachadas, un puñado de señores, todos ellos ataviados con turbante y luciendo barba de varios meses, si no de varios años, decide secuestrar cuatro aviones. Dos de ellos, no necesito recordárselo, se usan para desmoronar las torres gemelas. 2759 muertos. Pocos meses más tarde, el actor Robert De Niro, la productora Jane Rosenthal y su marido —y magnate inmobiliario— Craig Hatkoff fundan el Festival de Cine de TriBeCa con el autoproclamado objetivo de revitalizar el sur de Manhattan tras los atentados del 11 de septiembre. Recién concluida la decimoquinta edición, el balance no podría ser más positivo: 6739 películas presentadas a concurso, ciento un largometrajes seleccionados, setenta y dos cortos, veintitrés instalaciones de realidad virtual, cuarenta conferencias, tres millones de visitantes. Todo ello entreverado en un programa deliciosamente abrumador. El coste de oportunidad de cada decisión alcanza cotas absurdas. Es posible renunciar a una charla conmemorativa sobre Taxi Driver a cargo de Scorsese, Jodie Foster y el propio De Niro (cuarenta añitos ya: «¿Hablas conmigo?») a cambio de acudir a un encuentro con Francis Ford Coppola. Intuyo que el trueque merece la pena. Síganme.

El evento en cuestión tiene lugar en un teatro de Chelsea, un barrio al norte de TriBeCa, epicentro del festival que a su vez linda con el distrito financiero al sur y con Canal Street al norte —de hecho, el nombre de TriBeCa proviene de contraer las primeras sílabas de las palabras «Triangle Below Canal»—. Treinta y cinco minutos antes del comienzo ya hay decenas de personas agolpadas frente al edificio. Les hablo de personas con pases o credenciales, o que han logrado adquirir entradas durante la venta anticipada. Hacia la izquierda hay una segunda cola mucho más larga que la primera. Se trata de una multitud de rezagados que espera conseguir alguna de las entradas de última hora. En el interior hay aproximadamente treinta hileras de asientos. De ellas, unas cinco o seis filas, en torno al 20% de todo el teatro, se componen de «asientos reservados», rotulados con carteles de papel celeste plastificado. Los «asientos reservados» se llenan bastante rápido. Otro par de filas están formadas por «asientos reserva premium», con carteles de una tonalidad de azul marino que parece negro por culpa de la falta de luz. Sus ocupantes llegan pocos minutos antes del comienzo, o no llegan nunca. También se han apartado un 5% de asientos para minusválidos. Todos los asientos son de cuero, muy cómodos y espaciosos, con un único reposabrazos extraancho entre cada par de asientos y que sería a un reposabrazos ordinario lo que una persona uniceja es a otra persona con las cejas normalmente separadas. Coppola entra en la sala y el público aplaude a modo de saludo, mientras los afortunados poseedores de entradas de última hora siguen llenando a cuentagotas los «asientos reservados», los «asientos reserva premium» y, pese a la aparente ausencia de limitaciones psicomotrices de los recién llegados, los asientos para minusválidos que han quedado sin ocupar.

Francis Ford Coppola en TriBeCa.
Francis Ford Coppola en TriBeCa.

Coppola comienza hablando del proyecto en el que anda embarcado: una saga de películas sobre la historia de la televisión vista a través de una familia de origen italiano. «Muy al estilo de mi propia familia». Para ello, piensa servirse de una técnica que él mismo denomina «cine en directo». Su descripción hace pensar en una especie de obra teatral filmada con planos cinematográficos. El moderador la describe de esta forma y Coppola entra en una serie de contradicciones, explicando que por el momento es incapaz de aclarar los detalles porque aún se encuentra en fase de experimentación. «No puede haber progreso sin experimentación. Cuando los pioneros del cine decidieron realizar primeros planos se les tachó de atrevidos. O cuando se veía a un villano atando a una mujer a las vías del ferrocarril y luego se proyectaba un tren en marcha, insinuando que la mujer estaba en peligro inminente de muerte, también se consideró atrevido. En aquel entonces no era obvio que los espectadores fuesen a entender lo que estaba ocurriendo». Se sobreentiende que lo mismo podría suceder con su nuevo proyecto.

Coppola se expresa con el aplomo de los médicos que han pronunciado por enésima vez el mismo diagnóstico y saben perfectamente de lo que hablan. Es fascinante prestar atención a este visionario, que predijo la llegada del cine digital antes de que el común de los mortales supiese siquiera de la existencia de los ordenadores. Coppola asegura que pronto no habrá diferencia entre el cine y la televisión. «Muchas de las producciones televisivas de nuestro tiempo, como Los Soprano o Breaking Bad no son obras televisivas, sino cine». Y él está convencido de que los gigantes de internet acabarán controlando el cine. «Facebook va a necesitar contenidos en algún momento. Ver fotos de tus nietos [en las redes sociales] todo el día es muy aburrido. Así que van a necesitar producir contenido». Aunque no menciona ejemplos concretos, es imposible no pensar en Un viaje a la Isla Unicornio, una película producida por YouTube que se estrenó en febrero de 2016, a bombo y platillo, en el mismísimo Teatro Chino Grauman de Los Ángeles, cuna de clásicos como El mago de Oz o La guerra de las galaxias.

«Obviamente, todo esto va a acarrear tremendos cambios técnicos. Pero será solo una evolución, igual que ha habido evolución en el ámbito de las novelas». Jay McInerney, el escritor encargado de moderar el coloquio, intenta dárselas de listillo afirmando que, en esencia, la novela no ha experimentado grandes cambios técnicos en los últimos siglos. «Claro que sí», le replica Coppola, «El Quijote y las obras de Goethe son muy distintas a las novelas decimonónicas francesas, desde Rojo y Negro de Stendhal hasta las historias de Victor Hugo. Y sigue evolucionando. Pensemos en La broma infinita de Wallace». Definitivamente, Coppola no es únicamente director de cine, sino un intelectual del copón. Recuerden que Apocalypse Now nació de la obsesión de este italoamericano por El corazón de las tinieblas, la novela de Conrad. Y recuerden de paso, y si no lo recuerdan escuchen a Coppola rememorarlo, que «pese al éxito de El Padrino, nadie quiso financiar Apocalypse Now porque no era suficientemente comercial. Tuve que pedir un préstamo y endeudarme. Estuve muy enfadado con Hollywood durante una temporada. Una mañana incluso tomé todas mis estatuillas de los Óscar y las tiré por la ventana. Se estropearon mucho. Mi madre fue a recogerlas y unos días más tarde se presentó en la Academia pidiendo que se las sustituyesen por estatuillas nuevas. Dijo que las había dañado la criada… Por aquel entonces los estudios empezaron a mostrarse muy reacios con los directores que querían realizar proyectos demasiado personales. Por eso me metí en el negocio de las bodegas. Gracias a las bodegas no tengo que preocuparme por ser comercial».

Tom Hanks junto al cómico británico John Oliver.
Tom Hanks junto al cómico británico John Oliver.

Quien tampoco necesita preocuparse por ser comercial es Tom Hanks y, sin embargo, parece que hay pocos actores reconocidos con una trayectoria más fabulosamente comercial que la suya. Sus sesenta minutos «tribecanos» son un desfile de bromas guasonas, gesticulación exagerada e inagotables imitaciones de colegas de rodaje, colonos británicos del siglo XVIII y astronautas del Apolo 13. Su expresión favorita, o al menos la que repite en más ocasiones durante la charla, es «dar mil vueltas a algo». Por ejemplo: «Las malas experiencias le dan mil vueltas a las buenas. Analizar tus fracasos es doloroso, pero te ayuda a ser consciente de lo afortunado que eres cuando una peli funciona». O: «No me gusta contar historias sobre el presente. Los documentales le dan mil vueltas al cine en lo que respecta a eventos que están ocurriendo ahora mismo». Ah, y si Tom Hanks pudiese irse de cervezas con uno de sus personajes, no se lo pensaría dos veces: Charlie Wilson le da mil vueltas a cualquiera. El excongresista Wilson no solo era capaz de meterse desnudo en un jacuzzi de Las Vegas con dos strippers tras consumir cantidades ingentes de sustancias adictivas, sino que además pasó a la historia por mover la compleja madeja de hilos de la Operación Ciclón, a través de la cual la CIA reclutó y equipó durante más de una década a los muyahidines afganos. Si vuelven al comienzo de este artículo, fíjense lo que son las cosas, entenderán que el Festival de Cine de TriBeCa ni siquiera habría existido de no ser por la cabezonería de Charlie Wilson. O sea, yo estoy aquí, escribiendo, y ustedes ahí, leyendo, gracias al bueno de Charlie.

Tras una breve hora en presencia de Tom Hanks, no parece descabellado concluir que no se trata, o no primordialmente, al contrario que Coppola, de un intelectual, sino de un pedazo de actor que busca, ante todo, entretener a su público. Hanks es un show en sí mismo. Y no hay nada malo en eso, por supuesto. Al contrario: resulta tremendamente refrescante. Del mismo modo que resulta refrescante oír cómo se pasa el concepto de verosimilitud por el mismísimo forro. «La gente me pregunta si antes de rodar La milla verde investigué a fondo cómo eran los corredores de la muerte en la Louisiana de los años treinta. La respuesta es que no. Por lo visto los guardias no estaban equipados con la clase de armas que nosotros empleamos en la película. Pero para mí lo importante es establecer una cierta lógica que contribuya a la narración y luego respetar esa lógica, incluso si no es del todo verosímil».

El último trabajo de Hanks, Un holograma para el rey, se estrenó durante el propio festival. Basada en la novela homónima del norteamericano Dave Eggers, la película cuenta las peripecias de Alan Clay, un hombre de negocios divorciado que decide volar a Arabia Saudí con la esperanza de prestar servicios de telecomunicación a los miembros de la Casa de Saud, i. e. la familia real. Clay atraviesa una crisis existencial: problemas económicos, una exmujer belicosa y una hija asfixiada por el coste de la educación universitaria estadounidense. Todo de lo más monótono y carente de interés, en opinión de quien suscribe. Claro que quien suscribe se ha vuelto alérgico a la autoficción y detesta los relatos hueros en los que, al más puro estilo borgiano, un hombre es todos los hombres —en este caso, un hombre es igual que otros cientos de millones de hombres (divorciados)—.

A la espera de hologramas bidimensionales en los Cines Regal de Battery Park.
A la espera de hologramas bidimensionales en los Cines Regal de Battery Park.

Mucho más original es Mr. Church, el drama con el que Eddie Murphy regresa a la gran pantalla (y a las bien asfaltadas calles de TriBeCa) tras cuatro años de inadvertida ausencia y en el que interpreta a un educado cocinero que, por azares de la vida, acaba trabajando en casa de una presunta enferma terminal. O incluso King Cobra, un escalofriante recorrido por los inicios del adolescente Brent Corrigan en los desmanes de la industria pornográfica gay. Ahora bien, el largometraje más original de cuantos pude ver durante el festival (por supuesto, no alcancé a verlos todos) se titula El clásico y lo firma el director noruego-iraquí Halkawt Mustafa. El clásico cuenta la historia de otro Alan, también en plena crisis existencial. En este caso, la crisis en cuestión se debe a la oposición del comerciante Jalal a un posible matrimonio entre su hija Gona y el propio Alan II que, casi olvidaba mencionarlo, es enano. Bajo el lema «Dos hombres pequeños con grandes sueños», Alan II y su hermano mayor se embarcan en un peligrosísimo viaje entre Kurdistán y España con el objetivo de entregarle unos zapatos a Cristiano Ronaldo. Todo ello con la esperanza de que Jalal, fanático del Real Madrid, se quede embelesado con la hazaña y acceda a concederle la mano de su hija. Hilarante/emotiva.

Y hablando de diversión, y de emoción, y de gente pequeña, en la sección de cortos, compitiendo con actores de la talla de Meryl Streep (168 cm), Matthew Modine (192 cm) y Natalie Portman (160 cm), Danny DeVito (147 cm) presentó una comedia familiar (su hijo Jake es el productor y DeVito actúa en ella junto a su hija Lucy) titulada Curmudgeons, o Cascarrabias, cuyos protagonistas son dos ancianos gruñones, uno de ellos minusválido, que deciden casarse tras varias décadas de romance homosexual encubierto. («¡Ahora que es legal!»). Casi tan entrañable como El clásico.

Dicho esto, hay que aclarar que TriBeCa es mucho más que una retahíla de cortometrajes, largometrajes y celebridades hollywoodienses. De hecho, TriBeCa es al menos —puede que sobre todo— dos cosas más. En primer lugar, es un foro de discusión social sin parangón. Los espectadores y oyentes no van solo en busca de cine, sino que aprovechan la presencia de creadores y activistas para debatir, denunciar y explorar los límites de sus propias conciencias, ya sea como colofón a un documental sobre la Iglesia de la Cienciología a cargo del genial Louis Theroux o tras los estremecedores testimonios anti- y proabortistas que se engranan en Aborto: historias contadas por mujeres. Al final de este último trabajo, por cierto, media docena de mujeres entrevistadas durante el film hacen su aparición en la sala y toman la palabra junto a Tracy Droz Tragos, la directora. Una de ellas resulta ser una ferviente militante antiabortista que confiesa haber interrumpido tres (!) de sus embarazos antes de acabar plenamente convencida de que el aborto es una práctica repugnante e ilegítima y completamente anticristiana, y que la razón por la que se dio cuenta únicamente tras llevar a cabo sus propios abortos fue, al parecer, y apuesto a que Freud se lo habría pasado pipa con tamaña confesión, el haber descubierto unos años antes que su propia madre estuvo a punto de poner término al embarazo que le trajo a ella al mundo, embarazo que además de ser indeseado era fruto de una violación incestuosa que su difunta madre habría hecho lo imposible por ocultar a todo el mundo, excepto a sus propios padres, a su tía Emily, a algunas misteriosas vecinas y a su hermano pequeño Jack. (Durante la charla no queda claro cómo la militante antiabortista descubrió estos insólitos hechos, ni por qué dicho descubrimiento la había convertido en una de las típicas herreras con cuchara de palo que son tan triste y cansinamente abundantes entre las religiones de todo el planeta). Gracias a esta revelación, y a un oportunísimo exacerbamiento de su fe, la sujeta en cuestión intuye que ninguna mujer norteamericana debería tener derecho a abortar y se pasa la vida fomentando piquetes de lo más groseros y estrambóticos frente a las clínicas de Planned Parenthood. Recuerden que el susodicho tema vuelve a estar en el candelero del Tribunal Supremo norteamericano y que Estados Unidos es probablemente el país más conservador del mal llamado «mundo occidental». (Estoy obviando Polonia & Company, claro está).

Tras la proyección de Aborto: historias contadas por mujeres.
Tras la proyección de Aborto: historias contadas por mujeres.

Estados Unidos es, por añadidura, el país con el mayor gasto militar del mundo: 596 miles de millones de dólares en 2015, seguido por China (215 millones) y Arabia Saudí (87,2 millones). De esto, por supuesto, también queda constancia en TriBeCa, donde abundan las películas y documentales en torno a la guerra y sus consecuencias: Tiger Raid, sobre dos mercenarios norteamericanos extraviados en el caos de Irak del que Alan II será víctima en su afán por reunirse con Cristiano Ronaldo; National Bird, sobre las consecuencias humanas del controvertido programa de drones de las fuerzas aéreas estadounidenses; Do Not Resist, que aborda la creciente militarización de la policía; Tras la primavera, una elocuente mirada a la vida en el campo de refugiados sirios de Zaatari, en Jordania; o Shadow World, sobre la corrupción institucional/estatal en el opaco mundo del comercio de armas. Shadow World, por cierto, está basado en un prolijo estudio de quinientas páginas, que por intereses vitales y literarios devoré el año pasado, en el que su autor, el sudafricano Andrew Feinstein, arremete contra las prácticas «comerciales» de Estados Unidos, Reino Unido, Arabia Saudí y medio continente africano, entre otros. ¿Que si es mejor el libro o la película? ¿Conocen la anécdota que Hitchcock le contó a Truffaut en relación con las adaptaciones del papel al celuloide? Al parecer, en una ocasión el maestro del suspense le mencionó al enfant sauvage de la nouvelle vague una caricatura aparecida en The New Yorker en la que se veían dos cabras engullendo una pila de rollos de película mientras una de ellas le decía a su compañera lo siguiente: «En lo que a mí me concierne, me gustaba más el libro». Por desgracia, en este caso, y contrariamente a la película, el libro de Feinstein no viene acompañado de lúcidas lecturas a cargo del uruguayo Eduardo Galeano. De modo que es difícil pronunciarse.

En TriBeCa hay más preocupaciones bélicas de las que podría abordar en este artículo, pero sería imperdonable no mencionar La bomba, una instalación multimedia de 360º que pretende alertar a los espectadores sobre los peligros de un eventual holocausto nuclear. Además de la instalación en sí, situada en el Gotham Hall, el festival contó con un coloquio a cargo de acérrimos activistas antinucleares, entre los que se encontraba el actor Michael Douglas. (Descubrir que Douglas lleva toda su vida luchando por el desarme nuclear es uno de los hallazgos más curiosos de mi carrera, casi comparable a la noche en la que me encontré a Jude Law tomando cervezas en Coco Jambo, un garito arenoso en la ciudad congoleña de Goma, a la que Law había acudido con el loable propósito de participar en un concierto y reivindicar «un día de paz mundial»). En vista de todo lo anterior, y de lo mucho que omito, creo que no exagero un ápice al decir que TriBeCa se ha convertido en un foro de discusión social sin parangón. Imagínense la siguiente coincidencia: una tarde de sábado aparece en el festival el actor Michael Douglas, junto a otros defensores de su causa, abogando por la no proliferación y solicitando públicamente a los futuros candidatos presidenciales, «y parece que van a ser Trump y Hillary Clinton, con opiniones diametralmente opuestas», que se pronuncien claramente sobre su política nuclear. Apenas tres días después, en un discurso que acaba ocupando las portadas de todos los periódicos norteamericanos, Trump clarifica por primera vez, sin ambages, su posición al respecto, que puede resumirse de la siguiente forma: arremetidas contra Irán y Corea del Norte, críticas a la supuesta mano blanda de Obama y un claro compromiso por evitar la «atrofia» del arsenal nuclear estadounidense, «que necesita desesperadamente ser modernizado y renovado». (Todo lo contrario de lo que exige Michael Douglas). Llámenlo una coincidencia, si quieren.

Un asistente en la Galería Virtual de TriBeCa.
Un asistente en la Galería Virtual de TriBeCa.

La segunda (o enésima) razón por la que TriBeCa es mucho más que una retahíla de cortometrajes, largometrajes y celebridades hollywoodienses es que el festival lleva varios años apostando fuerte por una insólita combinación de cine y realidad virtual. Este año, la «Galería Virtual» contaba con veintitrés películas —la mayoría de ellas producciones de corta duración que oscilan entre los cinco y los quince minutos—. Uno se pone unas gafas Oculus Rift, HTC Vive o Samsung Gear VR, según la instalación, se arropa las orejas con ayuda de unos conspicuos auriculares y, de repente, se siente transportado a cientos o miles de kilómetros de la sala rectangular, teñida de tonos azules y violáceos por una treintena de focos halógenos colgando del techo, en la que en realidad se encuentra. Algunas instalaciones trasladan al visitante a la inaccesible franja de Gaza, otras le sitúan sobre un lago helado, bajo el mar, en el espacio estelar, en las calles de Brooklyn, a lomos de un dragón, en una celda de aislamiento o incluso en lo más recóndito de la selva. Y hay algo tremendamente perturbador en todo esto. Verán, no les estoy hablando de pantallas de 360º al estilo de La bomba, ni de imágenes tridimensionales, sino de sentir por períodos de entre cinco y quince minutos que uno se encuentra d-e v-e-r-d-a-d en Gaza, bajo el mar, en el espacio o en lo más recóndito de la selva. Y si la experiencia resulta tan perturbadora es porque, en cierta medida, de una forma tan palmaria como inverosímil, determinados aspectos de ella parecen más reales que la propia realidad. Incluso para alguien que ha pasado un año de su vida en la selva colombiana, como es mi caso, las selvas virtuales de TriBeCa se antojan más genuinas que las originales. Digamos que vivir en la selva colombiana fue en cierta medida menos real que visitar uno de los paisajes virtuales propuestos por los creadores de TriBeCa. O que las selvas de TriBeCa se parecen más a la imagen selvática que el mal llamado «ciudadano occidental» adquiere después de leer a Kipling, Márquez o Conrad.

Aquí es cuando las cosas empiezan a complicarse con problemas metafísicos irresolubles y con dilemas espeluznantes sobre el mundo que estamos construyendo. Coppola augura que las compañías de internet pronto estarán creando su propio contenido cinematográfico. (Muchas lo hacen ya). Contenido que aspirará no ya a controlar toda nuestra socialización a través de la red, sino todo nuestro tiempo de entretenimiento. En 2014, seguro que lo recuerdan, Facebook adquirió Oculus VR, uno de los mayores gigantes en el incipiente mundo virtual. Con Facebook convirtiéndose en la sexta compañía más valiosa del mundo y, según The Economist, en la droga más adictiva, con plataformas como Netflix, YouTube y Amazon desbancando de forma paulatina pero quizás imparable a los estudios tradicionales, y con el irrefrenable auge de tecnologías capaces de alejarnos de la sucia materialidad en la que andamos inmersos, me sorprendería que no acaben cumpliéndose las más temibles profecías de Foster Wallace y su embaucadora broma infinita. Algún día podremos consumir durante horas y horas un entretenimiento más veraz y placentero que el mejor polvo de sus vidas. De hecho, el auge de estas tecnologías es tal que en TriBeCa se rumoreaba que el próximo proyecto de Steven Spielberg será íntegramente virtual. Habrá que esperar a la decimosexta edición para comprobarlo. Entre tanto, les auguro un mundo virtualmente feliz.

Andrew Feinstein (derecha), Johan Grimonprez (centro) y un batiburrillo de sombras (fondo) en la presentación de Shadow World.
Andrew Feinstein (derecha), Johan Grimonprez (centro) y un batiburrillo de sombras (fondo) en la presentación de Shadow World.

Fotografía: Jose Serralvo


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La vida de Brian. Imagen: Cinema International Corporation.
La vida de Brian. Imagen: Cinema International Corporation.

Terry Jones, hablando sobre La vida de Brian, apuntaba que lo que parecía un chiste y al mismo tiempo daba auténtico miedo era la mala interpretación de las palabras de cierto hippie de Nazaret: «En realidad nuestra película no va sobre lo que Cristo estaba diciendo, sino sobre la gente que le seguía. Aquellos que durante los siguientes dos mil años se dedicaron a torturar y matar porque no acababan de ponerse de acuerdo respecto a lo que Jesús proclamaba sobre la paz y el amor». Y, curiosamente, en el caso de la comedia incombustible de los Monty Python el asunto suponía una pirueta doble: aquella película que no se reía de la religión sino de sus seguidores acabaría siendo acusada de blasfema y censurada durante décadas por esos mismos seguidores que llevaban años partiéndose la jeta al defender el mensaje de amar al prójimo.

Es cierto que el significado que le otorga el artista a su obra en ocasiones no se corresponde con lo que interpreta el espectador. En algunos casos la ideología real se encuentra en la esquina opuesta de lo que cree entender la audiencia y otras veces la interpretación del creador y la de su público se citan para salir a la calle a partirse la cara por no llegar a un consenso. Pero lo cierto es que si hay algo que fortalece el alma es creer firmemente que nuestro análisis es el correcto y que de repente venga alguien a decirnos que no tenemos ni puta idea.

Comedia romántica

(500) días juntos suponía el estreno en el largometraje —tras firmar un centenar de videoclips— de Marc Webb, y reunía en pantalla a un par de seres atractivos a varios niveles: Zooey Deschanel y Joseph Gordon-Levitt. Aquella ópera prima parecía una de tantas comedias románticas al uso pero acababa demostrándose mucho más inteligente de lo normal mimando hasta los pequeños detalles: el título, (500) days of Summer en su versión original, lucía unos paréntesis por su deseo de tener espíritu de canción pop y jugueteaba con el doble sentido porque la manic pixie dream girl de la historia se llamaba Summer. Y la puesta en escena se atrevía con decisiones estéticas tan arriesgadas como revolcarse en el color azul hasta el punto de utilizarlo como sustituto del rojo que habitualmente representa felicidad en las obras de ficción, una osadía cromática inspirada por los cielos veraniegos y el color de los ojos de Summer. Pero lo mejor de todo es que la obra de Webb nacía repudiando el romanticismo de la gran pantalla; para el realizador las comedias románticas eran recetas prefabricadas y se plantaban a varios kilómetros del espectro emocional que generan los altibajos de una relación. Por eso el objetivo de (500) días juntos era mostrar un idilio huyendo del sentimentalismo y cinismo habituales pero, y esto es importante, sin renunciar al hecho de que el enamoramiento pueda estar profundamente equivocado en sus cimientos.

Curiosamente, parte del público interpretaba la película como una aventura romántica donde el chico protagonista, Tom (Gordon-Levitt), se convertía en el gran damnificado del noviazgo con una chica egoísta cuando en realidad ocurría todo contrario: Tom era el único culpable de idealizar quinientos días de relación. Webb explicaba la clave de todo: «Summer es una visión inmadura de una mujer. Porque ella es la visión de Tom de una mujer. Él no llega a ver su complejidad y como consecuencia acaba con el corazón roto. A los ojos de Tom, Summer es la perfección, pero la perfección no tiene profundidad. Summer no es una chica, es una fase». Gordon-Levitt se mostraba asombrado de que ciertos espectadores interpretaran las acciones de su personaje como apasionadas y románticas cuando en realidad eran egoístas, preocupantes y estaban basadas en la idealización de una persona en lugar de en la persona real. Resultaba curioso que el mensaje real pasase inadvertido porque la película no solo separaba las expectativas de la realidad de manera literal en cierto momento, sino que también contenía un personaje (la hermana del protagonista) que se utilizaba para señalar lo erróneo de ese concepto de relación, e incluso el montaje se marcaba una revelación final a base de flashbacks que reubicaba recuerdos felices supuestamente emplazados en el hogar por anécdotas ocurridas entre el mobiliario de exposición del IKEA.

(500) días juntos. Imagen: Fox Searchlight Pictures.
(500) días juntos. Imagen: Fox Searchlight Pictures.

El graduado, aquella película de Mike Nichols que tomaba nota del concepto de milf antes de que Stifler y compañía sopesaran siquiera la posibilidad de ponerse cariñosos con la repostería, desembocaba en una fabulosa secuencia final que de manera errónea se recuerda popularmente como un final muy romántico. En dicho desenlace el protagonista, enamorado de la hija de la que fuera su amante madura, boicoteaba una boda para huir con la prometida tras pelear con los invitados y bloquear la ruta de escape con un crucifijo como quien huye de la típica horda zombi. Todo resultaba muy love conquers all hasta que la pareja fugada embarcaba entre risas de felicidad en un autobús con destino incierto. El penúltimo plano de la película resultaba maravilloso y rotundo: la joven pareja se acomodaba en los asientos traseros del bus contemplando por la ventana trasera el éxito de su huida, y una vez desaparecida la euforia inicial en sus rostros la expresión de felicidad comenzaba gradualmente a desaparecer para ser sustituida por un par de miradas perdidas. Aquellos geniales últimos segundos, con los personajes masticando la posibilidad de haber cometido el peor error de sus vidas, o sopesando la incertidumbre del futuro, mientras sonaba «The sound of silence» de Simon & Garfunkel era algo que de algún modo la mayor parte del público parecía haber olvidado a propósito.

Olvidate de mí, otro tipo de aventura romántica más fantástica y moderna, también cultivaba un público al que parecía que alguien le había pasado un neuralizador por los morros. La cinta finalizaba con los protagonistas retomando una relación que sabían fracasada de antemano, pero aun así al espectador le gustaba salir de la película creyendo que en realidad aquello era un desenlace que dejaba la puerta abierta hacia el final feliz.

Gangster’s paradise

La glorificación del villano es otro de esos asuntos que se pueden contemplar poniendo cara de haber tocado sin querer algo pegajoso y ajeno. En 1932 la película Scarface de Howard Hawks fue, junto a otras producciones, culpable de que se crease el famoso e infame Código Hays que, entre muchas otras cosas, prohibiría retratar como héroes a los criminales y delincuentes en la pantalla. Años más tarde, en 1983, Brian de Palma rodaba una nueva Scarface (El precio del poder en España) a partir de un guión de Oliver Stone, un largometraje sin concesiones que relataba el vertiginoso ascenso y la trágica caída posterior de un gánster cubano llamado Tony Montana (Al Pacino). La película convirtió al protagonista en leyenda entre un montón de chavales del gueto estadounidense que colgaban en sus paredes pósteres con la imagen del capo mafioso, insistían mucho en que la gente saludara a su amiguito y digerían montones de samplers de la película en la música que escuchaban porque lo de introducir la palabra de Tony Montana en las canciones de rap y hip-hop llegaría a convertirse en una tradición ineludible: los diálogos de El precio del poder serían sampleados en más de un centenar de canciones distintas. Y aunque tiene cierta lógica que los malotes de barrio admiren al personaje por su capacidad para escalar entre el poder y las montañas de cocaína, no acaba de resultar muy tranquilizador que la mayor parte de los fans parezcan haber olvidado que la segunda parte de la historia tiene al personaje poco menos que haciendo gárgaras con mierda y condenado a un destino trágico donde pierde familia y novia, asesina a sus amigos y no sobrevive a su hundimiento. De Palma pretendía retratar la caída en picado de un gánster y muchos convirtieron al perdedor en ídolo y mutaron la tragedia en éxito al interpretar que la idea importante era que el dinero y el poder molaban lo suyo.

Algo similar pasaba con El Padrino, una obra que generaba fans del concepto de familia mafiosa que no se paraban demasiado tiempo a meditar que en la película la gente acababa con el culo relleno de plomo, encontrando animales tristes e incompletos entre las sábanas o volviéndose paranoicos ante la amenaza de una bala visitando la nuca. Casino y Uno de los nuestros tampoco se librarían de tener a protagonistas moralmente repudiables convertidos en héroes por parte del auditorio. En el caso de Los Soprano el propio creador de la serie, David Chase, se sorprendería al descubrir que a pesar de escribir el personaje de Tony Soprano como un gánster asesino y antipático la gente optaba por, (tos tonta) ya saben (tos tonta), encumbrarlo como icono. Pero Chase se quedaría más pasmado cuando los fans le demandaron que el personaje muriese durante la última temporada: «Tony Soprano había sido el alter ego de la gente. Contemplaron alegremente cómo robaba, asesinaba, saqueaba, mentía y engañaba. Aplaudieron todo eso. Y de repente querían ver cómo se le castigaba por todo, querían “justicia”, querían sus sesos salpicando la pared. […] Para mí lo patético de todo esto era descubrir la fuerza con la que pedían su cabeza después de haberle aplaudido durante ocho años».

Durante una estancia en Sudamérica a Robert Davi, el actor que daba vida al villano de Con licencia para matar, un grupo de matones le invitó amablemente a reunirse con un importante capo de la droga porque este era fan fatal de su interpretación de un malvado narcotraficante en la película de James Bond. Oliver Stone planeó Asesinos natos como una sátira sobre la manera que tenían los medios y el público de dotar de falso glamur a la violencia y el morbo, pero al aterrizar en las salas el realizador contempló decepcionado que sus espectadores se dividían en dos grupos: los que veían la obra como una glorificación de la violencia y los que aplaudían los actos violentos. American psycho, al igual que la novela de Bret Easton Ellis en la que se basaba, también se dedicaba a condenar los actos salvajes, pero sus detractores aseguraban que el objetivo era ensalzarlos. El Tyler Durden antisistema de El club de la lucha sería reverenciado por un montón de críos que no parecían querer darse cuenta de que no solo era una alucinación psicótica, sino que además ocupaba el rol del malo de la película.

Taxi driver. Imagen: Columbia Pictures.
Taxi driver. Imagen: Columbia Pictures.

Taxi driver de Martin Scorsese tendría a su guionista, Paul Schrader, quejándose abiertamente de la imposición de la productora de reducir el tono racista del protagonista Travis Bickle (Robert De Niro). Aquella decisión había acabado facilitando que algunas personas encumbraran a la categoría de icono contracultural y rebelde a un personaje psicópata que originalmente había sido ideado como un racista bastante cortito. El engrandecimiento de aquella figura perversa provocó una peligrosa réplica en el mundo real cuando en 1981 un zumbado llamado John Hinckley Jr. decidió, de algún modo indescifrable, que para cortejar a la Jodie Foster que coprotagonizaba la película lo mejor y más romántico era intentar asesinar a Ronald Reagan porque en la película Travis Bickle planeaba matar a un candidato presidencial. Hinckley disparó seis veces contra Reagan, desgració la vida del jefe de prensa James S. Brady al dejarlo discapacitado (y treinta y tres años después las secuelas del disparo recibido acabarían costándole la vida) e hirió a otras tres personas incluyendo al propio presidente. Más adelante Hinckley declararía que la suya había sido la «mayor ofrenda de amor en la historia del mundo» y se mostraría ciertamente disgustado de que todo el asunto no hubiese acabado convenciendo a Foster de que él era el novio perfecto y lo de disparar a Reagan a bocajarro era una inusual pedida de mano.

En la historia de los villanos cinematográficos malinterpretados uno de los rumores más interesantes que es posible encontrar es aquel que asegura que Adolf Hitler disfrutó en su día de El gran dictador de Charles Chaplin, aquella película que hacía mofa de su bigote alemán años antes de que la gente aprendiese a ponerle subtítulos a las escenas de El hundimiento. Aunque la afirmación es colorida y tiene bastante gracia, también es algo que habría que sostener con un par de pinzas porque no hay registro de que Hitler demostrase entusiasmo alguno por la película pero sí que, a pesar de haberla prohibido en Alemania, está confirmado que la había visto como poco un par de veces.

Machos alfa

El 82 alumbró a un Rambo con la jeta de Sylvester Stallone y junto a él a la silueta del macho guerrillero que meaba testosterona y sudaba cerveza. El superhéroe ochentero ya había renunciado a la capa y las mangas para vestir músculos bañados en aceite y la incorporación de Rambo a esas filas supondría el triunfo del soldado como versión idealizada de la masculinidad, la reafirmación del action man de carne con una capacidad ofensiva similar a la de un país guerrillero de tamaño medio. Lo simpático es que Acorralado, la primera de las películas protagonizadas por Rambo, era un film nacido de un libro de David Morrell, que lucía un profundo tono antibelicista y presentaba a un Rambo incapaz de integrarse en la sociedad por culpa de tener el cerebro medio licuado tras sus vacaciones como prisionero de guerra. En la novela original el protagonista, a diferencia de la película, ni siquiera llegaba vivo al final. El propio Stallone definiría al personaje como un Frankenstein bélico, una máquina de guerra creada por una Norteamérica malvada, pero aun así la memoria colectiva encumbraría a Rambo como el soldado definitivo y los realizadores se encogerían de hombros y renunciarían a seguir la senda del mensaje antimilitar para centrarse en lo de agujerear enemigos a puñados: las secuelas (Rambo: acorralado - parte II, Rambo III y John Rambo) se fabricaron como descerebradas cintas de acción.

Apocalypse now también arrastraba una buena parte de su fama por el lugar equivocado. Puso de moda lo de repetir hasta la erosión ese «¡Me encanta el olor a napalm por las mañanas!» al hablar de victorias en batallas, pero en la pantalla el zumbado del teniente coronel Bill Kilgore lo que realmente decía era «¡Qué delicia oler napalm por la mañana!» y, aunque hablaba de éxito militar entre entrañas de vietnamitas y aromas de gasolina, su discurso tenía poco de épico o valiente y mucho del palique de un puto zumbado que arrasaba media selva con llamas porque tenía prisa por salir a surfear con la tabla. El Apocalypse now que proponía Francis Ford Coppola era también una película antibélica que optaba por contarse desde dentro de la misma guerra empuñando la ironía como arma. Los helicópteros reconvertidos en valquirias de hierro por la magia de Wagner protagonizaban, junto al teniente coronel Kilgore de nuevo, otra escena que serían recordada e imitada en infinidad de ocasiones por gente que no era del todo consciente de que alguien estaba intentando establecer un paralelismo con los nazis.

No has entendido nada

Alicia Silverstone en Fuera de onda y Lindsay Lohan en Chicas malas resultaron tremendamente populares entre el tipo de público del que hacían mofa y guasa: las chicas pijas que luchaban por la popularidad en los institutos americanos. La cinta protagonizada por Silverstone incluso ayudó a extender los estereotipos al propagar por todo el país el pseudodialecto, conocido como valleyspeak, del pijerío de la costa oeste norteamericana. Algunas asociaciones antiabortistas creyeron de manera bastante equivocada que Juno se situaba en su misma posición ideológica. Mike Judge ideó a Beavis and Butt-Head como una burla hacia los adolescentes cabezahuecas y fueron ellos los que acabaron siendo su público principal. El discurso que ofrecía Wall Street inspiró la carrera de un buen puñado de brokers y el propio Michael Douglas reconocía que aquello le entristecía bastante porque su personaje, Gordon Gekko, era en realidad el malo de la película. Unas cuantas voces muy tensas criticaron Leaving Las Vegas por (supuestamente) otorgar glamur al hecho de surfear melopeas extremas y uno se preguntaba si aquellas personas habían prestado atención a una película donde el objetivo central del protagonista era palmarla bebiendo.

Starship troopers. Imagen: Sony Pictures.
Starship Troopers. Imagen: Sony Pictures.

Lo de Starship troopers era portentoso: Paul Verhoeven agarró la novela de sci-fi original de Robert A. Heinlein que todo el mundo acusaba de ser fascista y extremadamente promilitar, se echó unas risas leyéndola y decidió convertirla en una peli de acción desmadrada que caricaturiza la idea del ejército que propone Heinlein hasta el absurdo (Verhoeven retrata el supuesto fascismo con uniformes a imagen y semejanza de aquellos que vestían en las filas de las SS). Y ocurre lo esperado: gran parte del público no se acaba de enterar de que el director se toma muy en serio lo de estar de broma.

Espectadores paranormales

El alucinante mundo de Norman (cuyo fabuloso título original es Paranorman) contiene un gag en su desenlace que vamos a spoilear vilmente a continuación: Sandra, la hermana choni del protagonista, se pasaba toda la película asiéndose las bragas ante la presencia de un potencial interés romántico con la silueta de un joven americano de peinado militar y masa muscular inversamente proporcional a la cerebral. Llegado el epílogo de la aventura, aquel chico que ejercía de involuntario objeto de deseo comentaba de manera casual, y totalmente ajeno al interés de la coprotagonista, que tenía novio. La broma fugaz se centraba en la cara de decepción de una chavala que había estado muy ocupada suspirando por alguien que ni siquiera paseaba por su misma acera, y aquella revelación sobre la sexualidad de un miembro del reparto no era una salida del armario porque el chico para empezar nunca había estado dentro del mismo, pero resultaba simpática porque pillaba por sorpresa también al público. Y esto último lo conseguía al retratar al chaval evitando los malos hábitos del cine hacia la homosexualidad: hasta ese momento las preferencias sexuales del personaje no se habían mencionado porque no tenían importancia alguna en la trama, y por otro lado el guion había evitado la imagen hollywoodiense del gay como alivio cómico que desparrama plumas, ese estereotipo sembrado durante años por decenas de guionistas heterosexuales escribiendo personajes homosexuales.

El alucinante mundo de Norman. Imagen: Focus Features.
El alucinante mundo de Norman. Imagen: Focus Features.

La escena en cuestión apenas dura un par de segundos y la palabra que se menciona («boyfriend» en el original, «mi chico» en la versión doblada) puede pasar fácilmente desapercibida para los espectadores. El diálogo no tiene ningún peso real en la trama y que el chico sea gay resulta tan importante como que sea rubio o más o menos alto, es simplemente una característica natural más de uno de los protagonistas que el guion decide utilizar para jugarle una broma a la chica. En realidad su orientación sexual no tiene ninguna importancia, o no debería tenerla hasta que apareció una audiencia popular bastante gilipollas y comenzó a protestar por la anécdota de haber incluido a un personaje homosexual en una película infantil: la lista en imdb de etiquetas aclaratorias sobre la película arranca con un «gay» que alguien, por alguna oscura razón, ha considerado como una keyword útil. Y tanto en los foros de la propia base de datos de películas como en los comentarios de la escena en YouTube hay un número importante de personas debatiendo si es adecuado que haya un chico con novio en el metraje.

Lo acojonante es que entre toda esa gente ofuscada por algo tan tonto nadie parece haber entendido nada, porque El alucinante mundo de Norman es una película bastante lúcida que se centra en dos ideas encomiables: por un lado el reconocer que no hay nada de malo en tener miedo, y por otro el entender que cualquier tipo de discriminación es un error. Y este último mensaje no solo es el más importante sino que desgraciadamente parece ser el más incomprendido: un montón de padres comulgan durante toda la película con la idea de que discriminar es un cáncer y justo al final, durante una escena irrelevante, acaban cagando demonios al sacar sus prejuicios chiflados ante la sexualidad de un personaje. El director de la película, Chris Butler, no ocultaba que sentía cierta pena con todo el revuelo del asunto: «Me parece extremadamente raro que la gente no llegue a ver de qué va la película. Muchos llegan a hablar felizmente sobre la tolerancia sin entender qué significa realmente. Es triste, muy triste. Pero por eso mismo son tan importantes estas decisiones en el cine».

Entretanto en esos foros de imdb un anónimo usuario bastante limitado berreaba que todo se trataba de una conspiración mediática para adiestrar a los niños en lo de aceptar la homosexualidad y otra persona escupía un discurso asombroso: «Soy progay, pero cosas como esta me dan escalofríos en una película para niños. No porque esté en contra de ello, sino porque siento que cuando una familia va a ver una película eso es lo único que quiere hacer y no tener que explicarles cosas a sus hijos». La réplica a ese mensaje por parte de otro usuario de dichos foros era un texto para imprimir y colgar en la pared con un marco dorado: «Vale, veamos: abuelas muertas en el salón, hablar con fallecidos, jugar con perros fantasma, slapstick a costa de un cadáver fresco, bullying, brujería, zombis, niños atrapados en un edificio en llamas, marabuntas intentando linchar a un crío, citas de cine de terror, insinuaciones y muchos chistes disimulados dirigidos a los adultos son cosas que crees que no tendrás que explicar a las criaturas más tarde pero, ¿de repente una punchline sobre un personaje que es gay te parece que es ir demasiado lejos?».

PJ Harvey: réplica a Telémaco

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PJ Harvey, 2004. Fotografía: Dave Mitchell (Plastic Jesus) (CC).

Casandra aullaba sobre las murallas, dedicada al horrible trabajo de dar a luz el porvenir. (Marguerite Yourcenar)

Tenemos al micrófono a una mujer muy joven que empuña una telecaster. Los rasgos de su cara son grandes como los de un ninot, y a pesar del pintalabios, los tacones y el vestido de lentejuelas doradas el conjunto de su imagen tiene cierta rebaba adolescente. Alguien del público la llama por su nombre. Ella responde con una sonrisa musculosa y masticatoria mientras araña las primeras iteraciones de un riff. Empieza: «Átate a mí, a nadie más». Está sola en el escenario. «No te has librado de mí», salmodia. Hace falta una determinación canina para resistir el horror vacui, un talento especial para que una canción como esta no se te atragante. No es que los acordes sean complejos o las notas vocales difíciles de alcanzar, pero hay que tener arrestos para vestirla bien: triturar los versos, encarnarla hasta las últimas consecuencias. Terminar a capella es la prueba definitiva de nervio y coraje.

El encantamiento que resulta es inestable: da la sensación de que la estás viendo caminar en la cuerda floja y se puede matar en cualquier momento, lo cual despierta admiración y morbo a partes iguales, pero la funambulista aguanta como una jabata y completa el paseo con aplomo. La respuesta del público está a la altura del sacramento que ha presenciado: PJ Harvey acaba de ofrecer una de las versiones canónicas de «Rid of Me» (la versión definitiva, como todo el mundo sabe, tuvo lugar en el Big Day Out de Sydney, ocho años después). Pero su intervención de esta noche todavía no ha terminado. En la breve entrevista que sigue a la función, Jay Leno le pregunta por la granja que gobiernan sus padres en Dorset. Una cosa lleva a otra y PJ termina contando en uno de los programas de mayor audiencia de Norteamérica cómo se aplica un torniquete para castrar un borrego.

Era 1993. Habría que verlo desde la perspectiva de entonces para comprobar si la impresión tiene algo de cómico o alienígena, si de verdad su aparición resultó tan incómoda, tan intempestiva como registraron los titulares de la prensa especializada. En resumen: una inglesita estrafalaria y pueblerina se pone toda trascendente para airear intimidades con su croon humeante. Lo de PJ Harvey da para una tesis doctoral sobre fundamentos gravesianos. Ha sido tomboy, hiperfémina, chamán y Befana, y en todas las encarnaciones ha mudado la piel antes de permitir que el icono se enfriara. Empezó conquistando plazas pequeñas con un atuendo funcional, de combatiente: chupa de cuero, botas de monte y el moño bien prieto en el cogote; después, los primeros noventa se contagiaron de la intensidad de sus paroxismos escénicos, la exuberancia de su máscara de geisha y la impertinencia fabulosa de su vello axilar. Sus modos desacomplejados fueron y siguen siendo una inspiración para unas y otros, prueba (otra más) de que en cuestiones de identidad lo mejor es no dejar que ciertos límites fragüen. En retrospectiva, vista desde una cultura popular que sirve la transgresión precocinada y a temperatura ambiente, la Polly Harvey de Dry y Rid of Me sigue siendo una rockstar muy poco convencional. Tímida a pesar de todo y frágil en apariencia la Gibson ES-335 color cereza parecía una señal de stop en sus manos, sus letras y su carisma desbordaron trasnochadas expectativas de Sofrosina y compostura hembral sin mellar el prestigio de su oficio. No es un logro que esté al alcance de cualquiera.

Cuando Polly se trasladó de Corscombe a Londres tenía veintiún años y una candidez rural muy genuina. La naturalidad con que escribió sobre sexo y su escabrosa periferia para sus dos primeros discos se debe, paradójicamente, a cierta falta de conciencia acerca de los tabúes relacionados con la verbalización de la libido femenina. Sus letras no reflejan el clásico anhelo modoso propio de una moza formal, sino un deseo que siempre parece urgente y a ratos entra en erupción. La de Reeling, por ejemplo, incluye una invitación a Robert De Niro para que tome asiento en su cara. En el segundo single de Dry se compara con las Sheela-na-gigs de la iconografía celta, mujeres de piedra que se abren la vulva con las manos para espantar demonios y malos espíritus. «50ft Queenie» es una algarada demencial acerca de una megalómana de quince metros de altura y apetitos proporcionales. «Me parece que es así de grande porque come muchos hombres, que son una buena fuente de proteínas», bromea en una entrevista. En otra menciona un bolo en el que los amplificadores estaban distribuidos de tal manera que Steve Vaughan, su bajista, le mandaba vibraciones «directas a la zona media» cada vez que pulsaba un la. Dice que fue una buena noche porque tocaron muchas canciones en la. Aunque no todas las veladas son tan satisfactorias, cantarle a una vagina mal lubricada le parecía igualmente divertido («Me dejas seca», dice en  «Dry»). Las fotografías incluidas en estos álbumes también generaron cierto revuelo por culpa de algunas desnudeces parciales y otros detalles que algunos tacharon de escatológicos o perturbadores. Harvey las consideraba completamente inofensivas y le costó creer que pudieran molestar a alguien.

PJ Harvey. Ilustración: Alejandro Basteiro.
PJ Harvey. Ilustración: Alejandro Basteiro.

Las impertinencias no se hicieron esperar mucho (un periodista de Puncture le preguntó si creía que tenía que desnudarse para triunfar en el mundo del espectáculo), pero ella jamás aceptó la etiqueta de súcubo o alborotadora que algunos insistían en colgarle. Educada en la voluptuosidad del blues, epígono con botas del espíritu de Woodstock, PJ entendía que el sexo era un elemento más de la biografía de un artista y por tanto consustancial a su trabajo, y en cualquier caso consideraba que el tono de sus canciones estaba lejos de ser escandaloso en comparación con algunas de las que Willie Dixon o Howlin’ Wolf habían grabado medio siglo atrás. Crear controversia no formaba parte de sus planes, ella se limitaba a hablar de temas que le importaban y hacer cosas que le apetecían. «A lo mejor es porque soy una mujer», dijo una vez con el mismo aire inocente con que inició a millones de norteamericanos en el arte de segar testículos. Como si no hubiera caído en que ahí podía descansar alguna diferencia.

Y no solo hay diferencia, sino que la ha habido (lo dice Mary Beard en su artículo «La voz pública de las mujeres») «desde el mismo momento en que tenemos pruebas por escrito de una cultura occidental». Esto es, desde Homero. Beard cita una escena de la Odisea en la que Penélope toma la palabra en su propia casa, que está invadida por los pretendientes que la cortejan durante la ausencia de Ulises, para pedirle a un bardo pelmazo que cambie el tema de sus canciones. Su hijo Telémaco, apenas un mocoso, la manda callar y le dice que vaya a ocuparse de sus tareas, porque hablar (el muthos, el habla pública y constructiva en oposición al cotilleo y la cháchara intrascendente) es cosa de hombres. Las mujeres griegas que se hacían oír en el espacio público eran consideradas ingobernables y andróginas, con toda la carga despectiva que pueden almacenar esas palabras según quién las pronuncie. Sus voces eran comparadas con el mugido de un animal. La superstición de que la voz femenina y por extensión los tonos agudos representan una infección del espacio público se ha perpetuado hasta nuestros días a través de una deriva histórica, social y cultural tan evidente que no es necesario detallarla aquí. El rechazo se vuelve todavía más visceral cuando una mujer osa utilizar su voz como vehículo de contenidos subversivos.

La historia de Casandra, registrada en las epopeyas de Homero y Virgilio, también alimenta la idea de que nuestra cultura es intolerante a la intervención de las mujeres en política y misógina desde la raíz. El dios Apolo concedió a Casandra el don de predecir el futuro, pero después de que ella le diera calabazas la maldijo para que nadie creyera una palabra suya. Lo hizo, atención, escupiéndole un salivazo en la boca. Los troyanos, incluida su familia, empezaron a tratar a Casandra de orate y no hacían ni puñetero caso de sus predicciones, ni siquiera cuando advirtió que la yegua que los griegos habían dejado en la puerta estaba preñada de catástrofe. La consecuente destrucción de Troya también desencadenó el final de Casandra, empezando por su violación y secuestro. No conviene olvidar que la caída en desgracia de un héroe de la mitología clásica rara vez obedece al azar. Hablando rápido y mal, Casandra fue castigada por lenguatera.

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La violación de Casandra, 1886, y San Jorge. Imágenes: DP.

El pintor inglés Solomon Joseph Solomon ofreció su visión de esta historia en el lienzo La violación de Casandra (sugiero que se acompañe la lectura de los siguientes párrafos con el corte 12 del disco Rid of Me de PJ Harvey, titulado «Me-Jane»). El cuadro de Solomon recrea el asalto de Ajax el Menor sobre la princesa de Troya, que hace un intento desesperado por no perder contacto con la efigie de Atenea para permanecer bajo su protección. La obra es espectacular, aunque algo disparatada desde el punto de vista de la física: tanto el asentamiento de los pies del soldado griego como el del brasero volcado de la parte inferior son deficientes. El escorzo del paño enganchado al pie de la estatua tampoco es muy verosímil. Pero lo más interesante de esta pintura es el contraste entre el físico de Ajax y su cara de pánfilo irredento. La pose se adelanta varias décadas al estereotipo superheroico de los comic-books americanos: el tórax erizado y el ángulo del puño derecho, junto con los pies mal anclados y el remolino de la capa, le dan ese aire clásico (ahora, no entonces) de Superman aparcado en gravedad cero. Su gesto, sin embargo, es de aburrimiento, como el de una mula que ha pasado el día allombando sacos de cemento. Sorprende esa distensión burocrática, casi oligofrénica, pero sobre todo ofende que la obra sirva para glorificar la anatomía masculina cuando sabemos que esta viñeta se resuelve con una violación. Curiosamente, la mise en scène se repite en otra obra principal de Solomon, que años después pintó un san Jorge en plena faena, rejoneando al dragón con la mano derecha mientras aúpa a una mujer, otra princesa, con la izquierda. A pesar del paralelismo, podría parecer que no hay lugar para una comparación moral entre los dos cuadros: en uno sale un héroe, en el otro un villano. San Jorge está rescatando a Sabra mientras que Ajax se dispone a abusar de Casandra en presencia de su diosa, pero os animo a observar la actitud idéntica de los dos supermachos y el papel de bulto transportable de ambas damiselas, y después a buscar similitudes entre uno y otro desenlace.

El riff de «Me-Jane», contundente y flexible como una fusta, es uno de los mejores que ha escrito PJ Harvey. El color tribal de la percusión y la voz que aparece por detrás del último estribillo son solo dos de muchos elementos memorables que adornan la canción. La letra relata los esfuerzos de una mujer doblada de dolores menstruales por mantener a raya a su correspondiente Tarzán, un Maciste sobreexcitado e incapaz de ensillar sus instintos. Mientras Tarzán se columpia («Aparta de ahí, ¿no ves que estoy sangrando?») Jane dibuja una línea en la arena: no intentes domarme como si fuera un animal. No soy un potro de gimnasia para que me saltes encima («Estoy intentando encontrarles sentido a tus gritos»). Hace tiempo que asocio el gesto de desconexión del Ajax de Solomon con la pesadez machuna del Tarzán de PJ Harvey, y ambos con la retribución de humildad debida a la mujer por una afrenta tan vieja como la palabra escrita (mínimo) y la responsabilidad que tienen músicos, escritores y artistas contemporáneos de hacer aportaciones cabales en favor de una narrativa popular más equilibrada. La Jane de PJ Harvey es un recordatorio muy eficaz de que la oposición activa es necesaria para que el privilegio se haga visible incluso ante los ojos de necios y tarzanes.

Desde algunos frentes se defiende que la militancia feminista no es cuestión de carné sino de conciencia, pero PJ Harvey siempre ha rechazado de forma explícita su adhesión. En consecuencia, hay gente que se ha sentido inspirada por su personaje y su obra para criticarla a continuación por sus palabras. Es interesante, sin embargo, considerar su aportación desde fuera del perímetro ideológico, como alfa de una generación de músicos en la que la visibilidad, como casi siempre, estaba muy cara para las mujeres. Ella fue el talento natural que cortó el nudo gordiano sin romper a sudar, la aspirante que se ganó el derecho a reinar sacando la espada de la piedra como si fuera un cuchillo hincado en un melón. «Prefiero hacer cosas en vez de pensar en ellas», decía durante aquellos primeros años. Con el paso del tiempo se ha convertido en una figura de culto, con una puesta en escena mucho más sobria y un discurso más sosegado, pero su muthos sigue siendo claro y preciso. Hace poco lo demostró recitando el poema Ningún hombre es una isla, de John Donne, como comentario personal a la salida del Reino Unido de la Unión Europea. A pesar de lo engañoso del contexto (caben muchos matices), no son tantas las oportunidades que tenemos de ver a una mujer siendo ovacionada por un statement de contenido político. El miasma sexista todavía es una realidad y las afecta a todas de una u otra forma, pero en el contexto de una industria especializada en banalizar todo lo que toca pocas voces demandan tanta atención y respeto del público como la de Polly Jean Harvey.

El genio más odiado de Hollywood

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Public Enemies, 2009. Fotografía: Universal Pictures.

Tienes en una habitación a James Cameron, Michael Bay y Michael Mann. Te dan una pistola con dos balas. ¿A quién disparas?... a Michael Mann. Dos veces. (Chiste hollywoodiense)

Mi obsesión con Michael Mann empezó cuando a finales de los ochenta alquilé en VHS Ladrón. Por aquel entonces yo no sabía nada de Miami vice, ni —por supuesto— de Manhunter pero como ya me había pasado con John Carpenter y Asalto a la comisaria del distrito 13 quedé seducido por aquel tipo que filmaba Los Ángeles como si fuera un pueblo del antiguo Oeste. No era solo el estilo, aunque era innegable su clase a la hora de visualizar una historia aparentemente tópica, sino ese enganche con el espectador a través de la odisea de un hombre solo. Esa fijación con la soledad, con la idea del Ulises moderno, es una constante en la carrera de Mann, quizás una extensión de su propia personalidad: uno de los tipos más odiados de Hollywood. Y uno de los más temidos.

No me andaré con líos: Mann empezó rodando documentales y lo hacía muy bien. Tardé años en poner las zarpas encima de sus piezas sobre el mayo del 68 (Insurrection) y el que seguía un viaje de diecisiete días por la Costa Este de Estados Unidos (17 days down the line). Vi ambas en una cinta de vídeo de terrible calidad por un inexplicable afán de completismo que solo he sentido con David Fincher y el mencionado Carpenter y que sin duda ha dañado mi frágil salud mental. También tardé un lustro en conseguir una buena copia de El torreón y celebré con champán la salida de una preciosa edición en Blu-ray de Manhunter.

A los cinéfilos es un filme que les resultará familiar, al resto le sonará a artilugio para hacer gimnasia, pero Manhunter es una obra maestra indiscutible. Con William Petersen al frente, Tom Noonan ejerciendo de uno de los asesinos en serie más brutales de la historia del cine y el fabuloso Brian Cox como Hannibal Lecter (sí, han leído bien, Hannibal Lecter), es difícil pensar en Seven, El silencio de los corderos o cualquier otro thriller psicológico que no haya bebido de este filme. Atmosférico hasta la médula, alérgico al ruido y con una tensión narrativa que crece desde la nada (en la película hay más silencios que en un monasterio budista), Manhunter es la quinta esencia del estilo Mann y el filme que le puso en el punto de mira de Hollywood. Antes había rodado otra película estupenda (a la que los años han sentado mal) llamada The jericho’s mile, sobre un tipo que debe decidir entre el atletismo y la cárcel y un par de cosas para la tele, que denotaban que el hombre sabía lo que hacía.

Curiosamente, entre Manhunter (1986) y su siguiente película, El último mohicano (1992), Mann pasa seis años haciendo todo tipo de cosas excepto cine. Es igualmente curioso que escoja para volver a la guerra de guerrillas una película que es —probablemente— uno de los mejores filmes de aventuras de la historia moderna del cine. Si con Manhunter había fracasado estrepitosamente en taquilla (quince millones de presupuesto, ocho en taquilla), con El último mohicano consiguió un triunfo sin paliativos (cuarenta millones de presupuesto, setenta y tres en taquilla solo en Estados Unidos). Daniel Day-Lewis, otro conocido sociópata funcional, encabezaba una producción épica donde desplegaba un sinfín de recursos estilísticos (del plano secuencia a la cámara en mano, usando a conciencia un paisaje majestuoso que contrasta con la oscuridad del relato) en un filme de una épica delicada, llena de apuntes morales, rodada con una finura que recuerda a la de maestros como King Vidor o Michael Curtiz: una película de aventuras que es en realidad una criatura de otra época, cuando la tierra aún olía a tierra.

Su siguiente película, en 1995, es Heat. Seguramente su gran aportación al séptimo arte y uno de las mejores thriller policiacos de la historia; un French Connection a gran escala, que funcionaba en realidad con el esqueleto de Ladrón pero con una ambición desmedida. La historia de un criminal metódico y perfeccionista enfrentado a su némesis: un policía obsesionado con la caza (que no con la presa) y cuyo único interés real reside en el ejercicio compulsivo de su profesión. Al Pacino y Robert De Niro se batían el cobre en un filme prodigioso, tenso y poderoso. Un inmenso juego del ratón y el gato, donde Pacino y De Niro (en sus dos últimos grandes papeles, aunque el primero también daría el do de pecho en El dilema) se cortejan y desafían con la certeza de que uno de ellos no llegará vivo al final del relato. La escena del tiroteo, probablemente la mejor de la historia del cine en su género, o la persecución final, que recuerda a la de aquel título de culto llamado Manhattan sur, son auténticas bofetadas en la cara del espectador al que Mann recuerda que solo hay un jefe y no es un tipo sentado en la oscuridad frente a una pantalla.

Pero a pesar de todo, de la articulación perfecta de los sets de acción, Heat tiene una parte íntima que recorre la naturaleza de sus protagonistas, hombres condenados a la soledad, una soledad que —aparentemente— han elegido. Val Kilmer confesando que «para mí el sol sale y se pone con ella»; De Niro en el balcón (preciosa noche americana) sincerándose con Amy Brenneman: «Estoy solo, pero no me siento solo»; o esa llegada del personaje de Pacino a su casa, con la cena fría en la mesa y su mujer visiblemente contrariada. Escenas de una profunda intensidad dramática que Mann consigue encajar en una narración que pasa del frenesí a la pausa sin que el espectador sienta la sacudida. Si uno observa el cuadro que se convirtió en musa del filme, Pacific (de Alex Colville), es fácil reconocer la afición del director a la hora de dibujar sus películas en gamas de color determinadas por sus personajes: Heat es azul, Ladrón era un negro mate y El último mohicano, roja y ocre.

Luego vino su otra gran película, El dilema, un filme imprescindible para entender el cine del realizador, capaz de convertir una simple conversación en una cafetería en algo parecido a un tiroteo. Escenas como la del solitario campo de entrenamiento donde un monumental Russell Crowe trata de mejorar su drive o la terrible charla en el despacho de la multinacional donde con un encuadre perverso podemos sentir la amenaza a nuestras espaldas, nos enseñan a un Mann que maneja el tempo como un francotirador. La pared en la que el personaje de Crowe acaba viendo a sus hijas jugar en un trapecio (un momento de una tristeza inenarrable) o el momento en que este mira al mar (otro recordatorio de la influencia del mencionado Colville más allá de Heat) son pruebas contundentes del talento de un director con más enemigos que el Tercer Reich.

Porque si algo identifica a Michael Mann es su fama de dictador en los rodajes, de psicópata con galones de comandante. En HBO aún recuerdan el infierno que fue colaborar con él en la serie Luck; Luis Tosar sonríe con la boca torcida cuando le preguntan por el realizador (trabajó con Mann en la estupendísima Miami Vice); su hija, Ami Mann, reconoce abiertamente que «mi padre es un tipo muy duro, especialmente en los rodajes»; Greg Nicotero, uno de sus mejores amigos en Hollywood me contó el chiste con el que arranca este artículo; Javier Bardem prefiere no comentar nada (se le pudo ver en Collateral) y uno de sus actores fetiche, afirmó —en un hilarante off the record— que «no hay ni un solo actor en Hollywood que no quiera trabajar con Michael Mann… excepto los que ya han trabajado con Michael Mann».

Para este nativo de Chicago, al que algunos periodistas rehúyen como la peste, las películas son lo primero, lo segundo y lo tercero y lo demás es solo ruido de fondo. Su penúltima gran película fue Collateral (con Tom Cruise ejerciendo de gemelo del personaje de De Niro en Heat: mismo traje, mismos zapatos, misma determinación) y el final de su célebre trilogía de Los Ángeles: Ladrón, Heat y Collateral. Luego firmó un divertimento sensacional llamado Miami Vice, una película discutible donde fondo y forma nunca llegaban a darse la mano (Enemigos públicos) y un último filme vibrante (Blackhat) pero con tanto tópico mal encajado que es difícil incluirlo en lo mejor de la filmografía de un auténtico genio.

Algunos creen que a los setenta y dos años el director ya ha dado lo mejor de sí mismo y que sus mejores momentos han quedado atrás y si bien es cierto que sus dos últimos filmes no han sido lo que sus seguidores esperaban de un tipo cuyo legendario mal genio solo es comparable a su brillantez como cineasta, dudar a estas alturas de Michael Mann es como pretender que el 25 de diciembre no es Navidad. Mann es —probablemente—un auténtico cabronazo pero ojalá todos los cabronazos fueran como él: los cinéfilos seríamos mucho más felices.

In memoriam: Jake LaMotta

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Jake LaMotta y Sugar Ray Robinson. Foto: Getty.

En el estreno de Toro Salvaje, la famosa película que Martin Scorsese había rodado en torno a su vida y carrera, Jake LaMotta se sentó en una butaca junto a su exmujer Vickie, que también aparecía retratada en el film. Abrumado por el brutal retrato que de él mismo se veía en la pantalla, y cuando la proyección todavía no había terminado, LaMotta se giró hacia Vickie y, con un susurro, le preguntó: «¿De verdad yo era así?». Vickie, sin inmutarse, respondió: «Eras aún peor». LaMotta tardó en asimilar lo que acababa de ver, pero al final cedió a la evidencia: «La película me hace quedar mal. Pero después me di cuenta de que contaba la verdad. Yo era así. Ahora ya no lo soy, pero entonces sí era así. Era un pedazo de cabrón».

A Scorsese, él mismo lo confesó, ni siquiera le interesaba el boxeo. «Jake quizá cree que la película trata sobre él, pero no. Es sobre una brutalidad que puede ocurrir en cualquier sitio: sobre el ring, en un dormitorio, o en una oficina». La idea de dirigir Toro Salvaje le había venido de Robert De Niro, quien leyó la autobiografía de LaMotta mientras trabajaba en el rodaje de El Padrino. El actor le habló del libro y de la fascinación que había sentido por el personaje de LaMotta. Scorsese compartió aquella fascinación, y en Toro Salvaje pretendía plasmar la historia de un hombre brutal y excesivo, pero no por el hombre en sí, sino por el concepto mismo de la violencia desatada y su origen. LaMotta, en efecto, parecía troquelado a propósito para construir un drama en torno suyo. «Es un hombre elemental», dijo Scorsese, y el propio boxeador rememoraba así sus años jóvenes: «Era un niñato, bueno para nada». Como individuo, LaMotta fue cuestionable y excesivo durante una buena parte de su vida; carismático siempre; simpático, franco, directo, y también agreste, difícil, veteado de defectos. Nunca intentó ocultar quién había sido, ni las máculas que salpicaban su trayectoria. El cine, que todo lo invade cuando la imaginación colectiva sucumbe a sus encantos, terminó de hacer casi imposible el poder desligar al deportista del personaje. Jake había participado de forma activa en la producción de la película; él mismo ayudó a entrenarse a De Niro, con quien disputó cientos de asaltos de entrenamiento, y de quien dijo que podría haber sido boxeador en otra vida. Se tomó con deportividad, aunque no sin saborear el vinagre de la verdad sobre sí mismo, el que sus actos, en especial los menos edificantes, quedasen inmortalizados en celuloide. No así, por cierto, su hermano Giuseppe LaMotta, «Joey», que demandó a la productora, disgustado con la descripción que el guion y Joe Pesci habían perfilado en torno a su figura. Pero Jake no desmintió nada ni trató de escapar de su propia sombra.

Giacobbe LaMotta, que así era su nombre completo, creció en Manhattan, en un edificio infestado de ratas: «Durante la infancia, la pobreza no te afecta, porque crees que el mundo entero es así». Y, lo que era peor, creció rodeado de violencia desde muy pequeño. Su padre, un frutero siciliano, le pegaba; a él, a su madre y a sus hermanos. En las calles no encontraba mucha más paz, así que pronto se adaptó a ley de la selva que imperaba en su barrio; cuando unos matones del colegio se metieron con él, terminó persiguiéndolos, picahielos en mano, dispuesto a demostrar que era más peligroso que cualquiera que pretendiese infundirle miedo. De ahí a la delincuencia juvenil, el camino fue como un tobogán engrasado. En una ocasión dejó inconsciente a un corredor de apuestas, golpeándolo con una tubería de plomo, para robarle el dinero. Sus andanzas terminaron llevándolo a un reformatorio donde, como algunos otros púgiles célebres, aprendió a boxear y consiguió canalizar sus energías hacia un camino más positivo, cuyo destino irremediable ya no era la cárcel, sino el triunfo deportivo. Eso sí, también como púgil tuvo sus momentos oscuros. En una ocasión, perdió un combate a propósito a cambio de dinero y de una oportunidad para disputar el título mundial. Investigado por las autoridades federativas, puesto que nadie se creyó aquella derrota, dijo que había perdido por culpa de una rotura de bazo que se había hecho mientras entrenaba. Fue inhabilitado durante varios meses y se le impuso una fuerte multa, mil dólares de la época, por haber peleado ocultando que padecía una lesión. Sin embargo, tiempo después, durante una vista ante la comisión del Congreso que investigaba los amaños en el boxeo, tuvo que reconocer por fin que había hecho un pacto con el conocido mafioso Frank «Blinky» Palermo y que había fingido sufrir un KO. Tampoco muy edificante fue aquella pelea en la que, deliberadamente, hizo lo posible por llenar de marcas el rostro de su rival, Tony Janiro, solo porque su mujer, de manera casual, había comentado que le parecía «guapo».

Su carrera como boxeador, pese a todo, fue brillante y épica. Juzgar al hombre es una cosa; juzgar al deportista, otra distinta. La música de Wagner no pierde estatura porque su autor fuese un individuo sin escrúpulos, ni las partidas de ajedrez de Alexander Alekhine son menos bellas porque el antiguo campeón mundial simpatizase con el repugnante partido nazi. Jake LaMotta, que durante sus últimas décadas reconoció que había sido un mal ejemplo en tantas cosas, fue otras veces un buen ejemplo, en especial sobre el cuadrilátero. Era un luchador, en el sentido literal y en el sentido metafórico del término. La leyenda, inexacta pero no por ello indigna, cuenta que nunca fue tumbado; en realidad, sí besó la lona más de una vez, pero eso no desmerece el espíritu combativo del «Toro del Bronx». Esa leyenda tenía un fundamento; LaMotta siempre atacaba, siempre lo daba todo, y aguantaba ráfagas de golpes que hubiesen tumbado a muchos otros hombres. Su pundonor competitivo era difícil de igualar. Hoy hablamos de Michael Jordan, de Rafael Nadal, y con razón, pero lo del Toro del Bronx estaba en otro nivel, y en ocasiones rayaba la insensatez suicida. Su antiguo entrenador, Al Silvani, dijo que LaMotta era más peligroso cuando estaba más metido en problemas: «Se quedaba arrinconado contra las cuerdas, hacía como que estaba inmóvil como una zarigüeya, y de repente, y esto no es una exageración, te lanzaba siete, ocho, nueve, diez ganchos de izquierda». Todos los boxeadores profesionales son duros, pero Jake LaMotta entraba en una categoría especial de dureza. De sus ciento seis combates, ganó ochenta y tres; perdió diecinueve, y solamente en cuatro de ellos no consiguió llegar a la campana final.

Más que por ninguna otra cosa, la historia lo recordará por su rivalidad con el que, para muchos, fue el mejor boxeador de todos los tiempos: Sugar Ray Robinson. Si rebuscan entre la prensa especializada, verán que en casi todas las listas de los más grandes púgiles de la historia, Robinson ocupa a menudo el primer lugar, eclipsando a colosos como el mismísimo Muhammad Ali. Pues bien, LaMotta y Robinson pelearon nada menos que seis veces, entre 1942 y 1951; el Toro del Bronx perdió cinco de ellas, pero pudo presumir de haber sido el primero en derrotar al divino Ray, que hasta ese momento había contado por victorias todos y cada uno de sus primeros cuarenta combates. De hecho, LaMotta fue el único boxeador capaz de ganar a Robinson cuando este se encontraba en su cénit. Con su modestia habitual, que esto sí lo tenía, LaMotta diría: «Tuve suerte de ganar aquella pelea», aunque no se olvidaba de recordar que, en otro de sus enfrentamientos, la decisión de los jueces, que le otorgaron a Robinson la victoria, le parecía más que discutible. Así era él: atribuía a «la suerte» su victoria sobre el más grande, y reclamaba para sí lo que en el historial contaba como derrota.

La guerra entre ambos púgiles fue una de las grandes rivalidades en cualquier deporte, pero no estuvo marcada por el rencor. Media docena de batallas entre dos hombres sobre el cuadrilátero son muchas batallas, pero ambos ironizaban al respecto, y con buen tono. Robinson dijo: «Nos enfrentamos tantas veces que estábamos a punto de casarnos. Pero, ya sabes, golpeabas al tipo con todo lo que tenías, y él reaccionaba comportándose como si estuvieses loco». LaMotta, con un evidente aunque divertido juego de palabras, también hizo su propio resumen: «Peleé tantas veces contra Sugar que me sorprende no haber terminado con diabetes». Y eso que el sexto y último enfrentamiento entre ambos terminaría siendo bautizado como «la masacre de San Valentín», debido al inhumano castigo que un agotado pero contumaz LaMotta soportó durante los asaltos finales, negándose a caer, como quien tuviese sobre sus hombros el destino del mundo entero. Parecía, como tantas otras veces, pero aún más, un hombre dispuesto a soportarlo todo sobre el cuadrilátero: «Peleaba como si estuviese metido en una jaula y su vida dependiera de ello», dijo de LaMotta el mítico entrenador Ray Arcel. Cuando el árbitro tuvo por fin el buen juicio de detener la pelea en el decimotercer asalto, el Toro hacía, más que nunca, honor a su sobrenombre. Era ya poco más que un saco de entrenamiento para Robinson, pero se mantenía en pie, para asombro (y, por qué no, espanto) de los espectadores. LaMotta perdió, pero sobrevivió: «Los tres boxeadores más duros a los que me he enfrentado han sido Sugar Ray Robinson, Sugar Ray Robinson y Sugar Ray Robinson». También Ray reconoció el espíritu de LaMotta: «Jake nunca paraba de venir hacia ti, nunca paraba de lanzar golpes, nunca paraba de hablar». En cualquier caso, y teniendo en cuenta que Robinson se retiró con ciento siete KO a su favor, Jake tenía motivos para sentirse satisfecho cuando recordaba que el mejor peso medio de la historia nunca lo mandó a dormir, ni siquiera durante aquel tremebundo 14 de febrero: «Pero Robinson nunca me tumbó, ¿verdad?». Sonreía de oreja a oreja siempre que lo recordaba.

LaMotta consiguió ceñirse el título de los pesos medios después de años batiéndose el cobre entre las doce cuerdas; se lo arrebató al francés Marcel Cerdan, quien, por cierto, nunca pudo disputar la revancha. Cuando Cerdan regresaba a Estados Unidos para volver a pelear contra LaMotta, el avión de Air France en que viajaba se estrelló contra una montaña de las islas Azores; los cuarenta y ocho ocupantes del aparato murieron. Hacia el final de su carrera, LaMotta dio el salto a la división de los semipesados con irregulares resultados, pero cabe hacer notar que nadie volvió a ganarle por KO después de que lo hubiese hecho Sugar Ray. Pero insisto, ningún cinturón de campeón alcanza para describir lo que LaMotta era sobre la lona: un gladiador.

Jake LaMotta ha muerto a los noventa y cinco años; muchos más, quizá, de los que él hubiese esperado durante su juventud. Era una de las últimas leyendas vivas de una era que ya suena a mitología clásica; la era del boxeo novelesco, de aquellas epopeyas deportivas y humanas en las que se confundían el cuadrilátero y la vida, de un boxeo que era literatura por escribir. Quizá se deba a la perspectiva del tiempo, pero aquellos púgiles, sus biografías, sus circunstancias, sus éxitos y fracasos, sus rivalidades, sus ascensos y sus hundimientos, se han convertido en metáforas y arquetipos, como sucede con las grandes novelas del pasado. El Toro del Bronx era bien consciente de la naturaleza poliédrica de su legado; de sus heroicidades, como de sus villanías; de sus logros, como de sus equivocaciones; del peso de sus orígenes y de su infancia sobre toda una existencia repleta de tormentas. La madurez, mejor o peor, alcanza a todos los que viven lo suficiente, y LaMotta, como ha empezado a hacer Mike Tyson después que él, empezó a mirarse en el espejo, o a mirar en el espejo aquello que aún quedaba de su pasado. De lo que aprendía sobre sí mismo nos hablaba a los demás. No fue un intelectual, ni un santo, pero había vivido mucho y con mucha intensidad, sus mensajes rara vez estaban vacíos; hay quien pasa por el mundo sin aprender las lecciones de lo vivido, y hay quien las aprende a fuerza de golpes, para después transmitirlas como mejor es capaz. En su vejez, escuchar a un hombre como LaMotta no hubiese tenido tanto sentido si hubiese sido un hombre perfecto. Merecía la pena escucharle precisamente porque había estado muy lejos de ser perfecto, y él lo sabía muy bien. Fue protagonista y testigo de una época fabulosa que otros hemos conocido en blanco y negro, o en tinta sobre papel, pero que él vivió en sus carnes, y nunca mejor dicho. Se ha ido, pero siempre nos quedará ver sus combates, y aprender la primera, y no sé si la más importante, de sus lecciones: no importa cuánto o cuán fuerte te golpeen, sino lo dispuesto que estás a no permitir que te tumben.

«Para ser un campeón, tienes que creer. Y no quiero decir “creer”. Quiero decir creer, creer, creer». Jake LaMotta, 1922-2017. Descanse en paz.

B/N

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Marcello Mastroianni y Anita Ekberg en La Dolce Vita, 1960. Imagen: CIFESA.

Yo creo que siempre me ha gustado mirar a los camareros o los pianos porque son en blanco y negro. A cualquiera de nosotros nos ponen en blanco y negro y parecemos alguien. Un actor, un artista, por supuesto un escritor, alguien que está pensando cosas interesantes. La imagen de golpe gana tiempo, sustancia, humanidad. En una palabra, clase. Hasta los que no la tenemos.

Parece mentira, pero el blanco y negro es muy natural. Más aún para quien padece acromatopsia y ya ve así, aunque no sé si es algo que existe solo en las enciclopedias. Yo nunca he conocido a nadie. En su caso, supongo que lo verá de otra forma, y me refiero a su opinión. Del mismo modo que si ahora todas las fotos fueran en blanco y negro probablemente el color tendría algo especial. Así fue en su momento, cuando apareció. Ahora estamos en lo contrario, porque el blanco y negro, lo que representaba fue desapareciendo. Lo blanco y negro ya no es viejo, sino eterno. Lo más increíble que ha hecho la humanidad es en blanco y negro, un astronauta en la Luna.

Como es eterno, es natural, decía. Si les pones películas en blanco y negro a los niños se las tragan sin rechistar. Es más, si les pones películas mudas y en blanco y negro, también. Luego pasa como mi hijo, que después de un buen rato me pregunta por qué la sandía que se está comiendo Charles Chaplin es gris. Podría también lanzarme a hacer elogios del cine mudo, pero lo vamos a dejar, ahí sí que no convences a la gente.

La niebla en color sale mal, no comparemos. Los días lluviosos, los paraguas, los caminos, los sombreros, son en blanco y negro. Es un registro de otoño, y no digamos de invierno. Porque el invierno es blanco y negro, como un árbol esquelético reflejado en un charco. El blanco y negro no es de esta época, siempre es de otra. Incluso si hoy, haciendo esas cosas que hace la gente, mandaras a alguien una foto que te acabas de hacer y fuera en blanco y negro parecería de un tiempo anterior, impreciso. El blanco y negro no es para las tonterías, no engaña y no le puedes engañar. Te envuelve de nostalgia.

París es evidentemente en blanco y negro. Como Nueva York. O el pueblo de uno. Los amigos de siempre son en blanco y negro, y en fotos muy contadas, porque antes no éramos tanto de hacernos fotos. Yo ya estoy en la raya, creo yo, de quienes tuvieron la infancia en blanco y negro, con merienda de pan y chocolate, o de Nocilla blanca y negra, en una España en blanco y negro. Con tricornios, boinas, el dominó en las mesas de mármol y bombón helado en los toros. Luego pasas las hojas del álbum y enseguida empiezan las fotos en color. No sé qué pasará a partir de ahora, y ya está pasando, cuando el blanco y negro no es algo que has vivido, que ni siquiera te han contado, porque no se puede contar, y no sé qué hago yo escribiendo esto, encima en blanco y negro. Supongo que se desprenderá cada vez más del presente y se está alejando en el tiempo como un tren en la noche.

El periódico era en blanco y negro, una cosa seria. Hubo gran resistencia al color en el oficio y entre los lectores, lo juro. Como que no iba a quedar bien, que no pegaba. Habríamos ganado algo, porque los políticos trajeados en blanco y negro siempre tenían un aspecto siniestro o de oficinista, no te podías fiar. Recuerdo que fumaban, eso estaba bien. Luego, en color, parecen todos de la primavera de El Corte Inglés o amigables como en una boda. En el blanco y negro se fuma, en color no, tampoco en la política en color. El humo siempre es en blanco y negro, incluso en el mundo real, se eleva en las conversaciones como un espíritu.

Tendré que decirlo, no hay más remedio, me lleva rondando la cabeza desde que he empezado: Bogart con un cigarrillo a la luz de la cerilla, Marlene Dietrich con un cigarrillo entre círculos de humo... Es así, piensas en blanco y negro y aparecen ellos. Groucho no podría ser en color, no hay bigotes en color. El cine negro es eso, negro. Puedes quedarte atontado viendo a Romy Schneider en una película francesa en la que no pasa nada, donde hablan de vaguedades, si es en blanco y negro. ¿Por qué ya no hay mujeres así? Quizá porque tampoco existen espectadores así. Yo, un banal tipo en color, jamás conseguiría ligármela. Te sientes como Joseph Cotten, encendiéndose un pitillo mientras ve cómo Alida Valli pasa de largo y se aleja, ni le mira, y él se pregunta qué es lo que hizo mal, qué falló, y tocas el misterio de la vida sentado a su lado en la puerta del cementerio de Viena.

Una vez una chica, más joven que yo, me dijo que le gustaba el cine, aunque no entendía mucho, y si le dejaba alguna película. Al día siguiente, casi con envidia de que fuera la primera vez que ella iba a verla, le llevé Sed de mal, pensando que quedaría hipnotizada una semana por el salvajismo de Orson Welles, porque ella era un poco transgresiva. Pero nada más tenerla entre las manos me la devolvió: ah, no, no, es que no veo películas en blanco y negro. Y era una chica con estudios, de buena familia. Le insistí tanto que la cogió, aunque nunca me la devolvió y no estoy nada seguro de que la viera. Estas cosas ocurren, desde hace tiempo hay chavales así. Y es verdad que en la tele nunca ponen nada en blanco y negro, así que debe de haber adultos así, tan estúpidos que solo creen en lo que ven.

Pero diré más: ¡el blanco y negro en el cine! Ir al cine y ver una película en blanco y negro. Es una experiencia tan rara y excepcional como un buen martini. Y tan maravillosa. La exposición a la pantalla en esas dimensiones y durante un tiempo prolongado, lo que dura la película, te va haciendo de blanco y negro en la butaca sin que te des cuenta. Cuando sales recobras poco a poco el color según te mezclas entre la gente, aunque te pueden quedar motas de ceniza en los cabellos, y si es de noche tardas más, paseando bajo la luz de la luna. Puedes llegar a casa en blanco y negro, dormirte soñando en blanco y negro, hasta que te levantas al día siguiente como si nada. Y te tomas un café con leche, que es un blanco y negro, para desayunar. Lo curioso es que no sale gris, sino marrón, el blanco y negro no se puede manipular, es así o no es. No hay nada que se coma de color gris, salvo la sandía de Chaplin. Aunque si me apuras, diría que el jamón es en blanco y negro.

Pero lo que es ver en una pantalla grande el bar de Rick, a Robert Mitchum con gabardina, a Frankenstein sentado en el río, a Anita Ekberg en la fontana de Trevi, a Janet Leigh en la ducha del motel, a los siete samuráis... El viento que da un portazo y nos deja a oscuras cuando John Wayne sale de la casa y se aleja hacia la pradera en Centauros del desierto, el final en blanco y negro de una película en color. Algunas de estas escenas las he visto en un cine, pero otras no, no lo he conseguido, solo me lo puedo imaginar. Aunque el blanco y negro se imagina bien, hay cosas, sensaciones, personas, que de forma natural entran en esa categoría, como el Guernica. Por ejemplo, Frank Sinatra canta en blanco y negro. Lou Reed o Tom Waits, el London Calling, la camiseta de los Ramones. El murmullo de Billie Holiday con una gardenia de nieve en el pelo. El sonido de las campanas es en blanco y negro. Como el ruido de las gaviotas en el puerto. Una despedida es en blanco y negro, las estaciones de tren o las piscinas vacías en noviembre. Un gato. Lo que pudo ser y no ha sido es en blanco y negro. Un cuerpo entre las sábanas. La espuma. Hay diálogos en blanco y negro:

—¿Dónde estabas cuando mataron a Kennedy?

—¿Qué Kennedy?

—Cualquier Kennedy.

Aunque ahora me acuerdo de que es de una película en color de Gene Hackman, pero que es negra. Es la primera frase que se me ha ocurrido, pero hay miles como esta, claro. Le preguntan a Mae West si cree en el amor a primera vista: «No lo sé, pero desde luego te ahorras un montón de tiempo». Son las que nunca se nos ocurren en el momento adecuado. ¿Dónde están frases así cuando uno las necesita? Te vienen en raros momentos de lucidez, en que lo ves claro, en blanco y negro.

«La vida es a colores, pero el blanco y negro es más realista», decía Sam Fuller en una película en blanco y negro de los ochenta. Volver hoy al blanco y negro —eso, volver— es una decisión deliberada. Se puede elegir, pero pocos lo hacen. Los artistas lo hacen cuando creen tener entre las manos algo especial, o más bien lo saben, y a menudo es cierto. Robert de Niro saltando a cámara lenta detrás de las tres cuerdas del ring. Woody Allen comiendo un yogur mientras mira a Charlotte Rampling leyendo una revista. El doctor Fronkonstin. Piénsenlo, Han Solo es en blanco y negro. Los Blues Brothers. James Bond. Se mueven con elegancia en blanco y negro, únicos, auténticos, distinguidos, en un escenario de colores agitado, no mezclado.

Hasta los años treinta en el cine no era un opción, sino que no había otra, quizá no le veían nada extraordinario. O, precisamente, entonces quedaba bien delimitado el espacio del cine, en otra dimensión. ¿Y no era todo más fácil antes, cuando las cosas eran o blanco o negro? Además es que yo soy daltónico. Eran en blanco y negro las películas, las fotos, los sueños, el pasado, los periódicos. La ficción, en definitiva, se diferenciaba de la realidad, estaba bien claro el lugar de cada uno. Ahora es un poco todo lo mismo. Hay poca gente en blanco y negro, de la que te puedas fiar. Se entiende mejor si digo tipos en blanco y negro. Necesitamos más tipos así. Más tías así también. Más clase.

Ahora mejor hago un lento fundido en negro y les dejo ahí fuera, en exterior día, o noche, solos con esta revista en blanco y negro entre las manos.

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